El martes por la mañana, me encontraba en la oficina de Dumas. Él me había pedido que lo esperara allí mientras terminaba algunas reuniones importantes; el plan era ir juntos a una tienda especializada a elegir muebles y elementos de diseño que incorporaríamos a nuestro apartamento, detalles que él insistía en comprar conmigo.
Estaba sentada en uno de los suaves sofás de cuero de su oficina, leyendo un volumen de filosofía que Dumas tenía en una estantería, un texto sobre el existencialismo que me obligaba a concentrarme y me mantenía alejada de los pensamientos que el fin de semana había traído. El silencio era casi total, roto solo por el suave murmullo del tráfico lejano.
De repente, la puerta se abrió sin un golpe previo, y me levanté instintivamente. En el umbral no estaba Dumas, sino los padres de Lucas.
Se veían demacrados, consumidos por una tristeza que iba más allá del cansancio. El señor, que siempre había sido un hombre rígido y con una postura altiva, parecía encorvado; l