El aroma a lavanda de las velas que Dumas había encendido llenaba el apartamento. Estaba sentada en el sofá que pintamos de gris azulado, con la manta de lana cubriéndome hasta la cintura, y el sentimiento que me embargaba no era el de una noche cualquiera de viernes, sino el de una certeza profunda y reconfortante. Habían pasado ya unas semanas desde el dramático final con Fabiana, y la vida, de repente, se había asentado en una rutina que se sentía milagrosamente normal y plena. Era la cosecha después de la tormenta. La rutina se había convertido en un santuario; ya no era solo una vida sin el miedo constante a la represalia o el juicio, sino una existencia construida sobre pilares de confianza, comunicación y la deliciosa previsibilidad de un amor maduro. Había dejado de esperar el próximo desastre para empezar a planificar, con Dumas a mi lado, el próximo viaje o el próximo diseño de temporada. La certeza era, irónicamente, el lujo más grande que el fin de la tormenta nos había re