El aroma a tela, a hilo y a creatividad me envolvió en el momento en que abrí la puerta. Era el olor familiar de mi taller, mi santuario, mi refugio. Habían pasado dos semanas y media desde que había estado aquí por última vez, y se sentía como si una vida entera hubiera transcurrido. Mi mano temblaba levemente al tocar el frío metal del pomo.
El aire, que una vez fue el aire más puro que podía respirar, ahora tenía un toque de miedo. Un eco de la noche en que todo se había desmoronado, la noche en que el olor a moho y a suciedad me había invadido. A pesar de la aprensión, el taller seguía siendo mi lugar, mi espacio. La luz de la tarde entraba por las grandes ventanas, pintando las paredes con un cálido resplandor dorado. Las telas, cuidadosamente dobladas en los estantes, parecían pacíficas y silenciosas. Las máquinas de coser, mis fieles compañeras, esperaban pacientemente, cubiertas con sus fundas protectoras.
Entré, con una mano temblorosa, y cerré la puerta detrás de mí con un