El aire de mi apartamento era un aroma familiar que me llenó de un alivio profundo, un olor a incienso de sándalo, a libros viejos y a mi propio perfume. Había pasado dos semanas en la casa de mis padres, dos semanas de sanación, de descanso, de un amor incondicional que había sido mi refugio. Me había recuperado de las llagas en mi cuerpo, de las marcas en mis muñecas, y de la voz ronca que me había dejado el tormento. Pero las heridas en mi alma, aunque sanaban, aún estaban allí, un recordatorio silencioso de la oscuridad que había vivido.
Dumas me había visitado. Había estado allí, a mi lado, en el hospital, en la casa de mis padres. Había sido mi sombra, mi protector, mi ancla a la realidad. Su presencia, tan sólida y tranquilizadora, había sido una brújula en el caos de mi mente. En esos primeros días, apenas podía hablar, y él lo entendía sin necesidad de palabras. Se quedaba horas en silencio, simplemente tomando mi mano o leyendo un libro, y esa simple compañía era el mejor re