El silencio de la habitación del hospital era un bálsamo. Un silencio diferente al del sótano, uno lleno de tranquilidad. El olor a antiséptico y a sábanas limpias reemplazó el olor a humedad y encierro que había calado mis huesos, no podía soportar más aquel olor. Una aguja en mi brazo conectaba una bolsa de suero a mi cuerpo, un goteo constante que se sentía como vida que regresaba a mis venas. Los médicos habían pasado horas conmigo, revisando cada centímetro de mi cuerpo, cada herida, cada hematoma. Me habían dado un medicamento para el dolor y me habían revisado la garganta, con un diagnóstico que me dolía tanto como la herida en mi alma: trauma. No físico, sino psicológico. Me dijeron que mis cuerdas vocales se habían dañado, pero que con el tiempo y el reposo, se recuperarán. Y me sentí aliviada. Me sentí agradecida.

La puerta de la habitación se abrió suavemente y, por primera vez, me sentí verdaderamente a salvo. Mi madre, mi padre y Layla entraron, sus rostros eran una mezcl