El aroma a antiséptico y a café recién hecho fue lo primero que me saludó. Abrí los ojos lentamente, el parpadeo inicial era una lucha contra la pesadez de mis párpados. La luz del sol que se filtraba por las persianas me hizo darme cuenta de que la oscuridad del sótano había quedado atrás. Estaba en una habitación de hospital, una habitación con paredes claras, con una ventana que daba a un cielo azul y un aire limpio. El sonido de la maquinaria médica era un suave pitido rítmico, un contraste tranquilizador con el silencio opresivo al que me había acostumbrado. No era la oscuridad, no era el frío, no era el olor a humedad. Estaba a salvo. El alivio fue tan abrumador que me dolió el pecho.
Miré a mi alrededor. Dumas estaba sentado en una silla al lado de mi cama, con la cabeza reclinada y los ojos cerrados. Su mano sostenía la mía, y su pulgar trazaba círculos en el dorso de mi mano. Había pasado la noche aquí, vigilando mi sueño. Sentí una ola de amor y de gratitud que me hizo llora