El catre de metal era un lecho de tortura. Mi cuerpo, magullado y exhausto, clamaba por el alivio de un sueño profundo, pero mi mente era una jaula de pájaros en pánico. Me sentía atrapada en un ciclo interminable de oscuridad, silencio, y la voz de Lucas, resonando en mis oídos. El sonido del audio, el recuerdo de sus palabras crueles, era un veneno que se había filtrado en mi alma. Me sentía tan vacía, tan traicionada, que la tristeza era un dolor físico, más fuerte que el hambre o la sed. No había llorado en días. Las lágrimas se habían secado, y lo único que quedaba era un vacío helado.
No sé cuánto tiempo llevaba dormida cuando un sonido me despertó. No era el crujido familiar de la puerta al abrirse, no era la risa seca de Lucas. Eran pasos. Muchos. Y eran pesados, como si un grupo de personas estuviera bajando las escaleras. El miedo me hizo levantarme de golpe, y me senté en el borde del catre, mi cuerpo temblaba con un pánico que no sentía desde la primera noche que estuve aq