Fui hasta mi puerta y la abrí, me sorprendí al ver quién estaba parado allí. No era ni Layla ni Dumas, y por un segundo mi corazón dio un vuelco al ver a alguien tan familiar y a la vez tan extraño para mí en mi propia casa. Era Theo. El hermano de Dumas, el hombre con el que había compartido risas y bromas hace unas horas.
—¿Theo? ¿Qué haces aquí?—pregunté, sintiendo un nudo en el estómago, una mezcla de sorpresa y la premonición de que algo no iba bien. A pesar de mi inquietud, intenté mostrar una calma que no sentía.
—Olvidaste tu billetera en el trabajo. No podía dejar que te fueras sin ella, así que vine a devolvértela —respondió, con una sonrisa amable y una mirada que me pareció genuinamente preocupada. Sostuvo mi billetera en el aire y la tomé, todavía aturdida por su gesto. Era un acto de caballerosidad que, en ese momento, me hizo olvidar la tensión que había sentido en la oficina entre él y su hermano.
—Oh, Dios mío, no me había dado cuenta. Muchísimas gracias, Theo. Es un