Al ver a Theo irse, me quedé parada en la entrada, la puerta abierta detrás de mí. El aire del apartamento de Dumas se había vuelto denso, cargado de una tensión que superaba la incomodidad inicial.Dumas cerró la puerta con suavidad y el sonido resonó en el silencio del lugar. Su rostro, un minuto antes lleno de una ira justificada hacia su hermano, ahora reflejaba una tristeza profunda. Era un dolor que iba más allá del momento, un dolor antiguo que se asomaba por sus ojos. Se sentó en el sofá, su cuerpo encorvado, la cabeza entre las manos, y pasó una mano por su cabello con un gesto de agotamiento.
Me acerqué, mi corazón latiendo con fuerza, y me senté en el sillón frente a él. La rabia que sentía por Theo se había desvanecido, reemplazada por un torbellino de emociones: alivio por la confesión, pena por Dumas y una sensación de vulnerabilidad que me hacía querer huir de nuevo, a mi refugio, donde nadie podía tocarme.
—No sé qué decir, Aina —murmuró, su voz apenas un susurro, rasp