Las dos semanas que siguieron a mi conversación con Dumas fueron, curiosamente, las más tranquilas y productivas de mi vida. La tensión entre nosotros se había disipado, reemplazada por una profesionalidad respetuosa y una calidez subyacente que me hacía sentir cómoda. Dumas y yo hablamos poco de nuestra relación, o de lo que fuera que éramos. Los temas de conversación giraban en torno a la moda, la colección, el equipo de trabajo y, de vez en cuando, sobre algún tema trivial de nuestras vidas. Era una amistad, una conexión, pero no más que eso. No había besos, ni abrazos, ni caricias. Solo respeto. Y eso, en ese momento, era todo lo que necesitaba. Era una tregua silenciosa, una pausa en medio de la tormenta de emociones que había sido mi vida.
La dinámica en la oficina era, de alguna manera, reconfortante. Dumas mantenía una distancia profesional, pero sus ojos a menudo se encontraban con los míos en medio de una reunión, y una sonrisa fugaz se le escapaba. A veces, se acercaba a mi