En el despiadado mundo de la mafia, Mateo Crown es una figura temida y respetada. Cuando el esposo de Harper Visconde ataca a su familia, Mateo lo asesina sin piedad, desatando una guerra entre los dos clanes. Para poner fin a la sangrienta enemistad, el suegro de Harper, aprovechando su poder sobre ella, propone un matrimonio, pues es para lo único que ahora le sirve. Ella, por su parte, le guarda un profundo rencor a su ahora prometido, porque fueron sus actos los que la llevaron a esa situación. En venganza, le dispara el día de su matrimonio, dejándolo anonadado al experimentar el dolor físico por primera vez. Ese dolor, intensificado por la furia, marca el inicio de una relación llena de giros peligrosos. Mientras ambos se sumergen en una espiral de atentados, una pasión incontrolable comienza a surgir entre ellos. Cada encuentro está cargado de tensión y deseo. ¿Podrán superar el odio y la venganza? ¿Seguirán su destino de destruirse mutuamente? ¿O tomarán ambos caminos?
Leer másHarper no sabía qué sucedía. No entendía qué pasaba. El aturdimiento era demasiado para comprender la situación.
Solo veía la sangre de su esposo derramada en el suelo. Dos balas, una en el pecho y otra en la frente. Sus manos temblorosas envueltas en el mismo líquido la hicieron perder la noción de su entorno. Las pastillas para dormir que tomaba cada noche habían funcionado demasiado bien en esa ocasión, porque no escuchó los disparos. —Fue él. Fue Mateo Crown quien lo hizo —le dijo su suegro con la voz rota—. Lo mató porque no cedió a sus órdenes. Lo mató porque no aceptamos su dominio sobre nuestras vidas. No sabía quién era Mateo Crown. No entendía nada de lo que Lorcan decía. Sólo comprendió que habían matado a su esposo. Solo entendió que Mateo Crown había masacrado a casi todo un clan. La había convertido en una viuda. No amaba a su esposo, pero él la había mantenido segura de todos en ese lugar, y ahora estaba a la deriva. En el funeral de Orvyn Bohemond, solo estaba su familia y parte de la familia de Harper alrededor del féretro. La pelirroja tuvo que soportar las malas miradas de sus cuñadas y sus hermanos, quiénes no dudaron en reprocharle haber perdido la única posición que podía alcanzar. Su padre no dijo ni mostró nada, enajenado a todo, incluso de su existencia, dejando claro que ella no le importaba en absoluto. Su madre de crianza no tenía el interés de figurar en esos eventos tan grises, por lo que su ausencia resaltó cómo siempre. El aire le faltaba al no tener idea de lo que pasaría con ella, pero debía mantenerse en su papel de mujer imperturbable. Aunque en su mente solo pasaba la idea de que, siendo viuda y sin respaldo, caería en las manos de cualquiera. Tenía más importancia con los Bohemond que con los suyos y eso era absurdo siquiera pensarlo, porque era prácticamente nadie en esa familia. Así era la vida de una esposa preparada para solamente eso. Solo tenía la disposición de apoyar a su marido y ser descartada si él lo decidía. Aunque en este caso, quien la condenó fue el asesino que le quitó la posibilidad de al menos ser tomada en cuenta. Un hombre que ni siquiera conocía y ya odiaba. Harper se encontraba en un torbellino de ideas y emociones. La rabia y el miedo se entrelazaban en su pecho, pero debía mantener la compostura. No podía permitirse el lujo de mostrar debilidad, no en ese momento. Con los días se enteró de la enemistad que ya generaba más pérdidas para los Bohemond y de seguro también para los Crown. Meses transcurrieron sabiendo de todos los hombres que morían a causa de ese conflicto entre ambos clanes. Y ella cada vez perdía más en esa casa. Su madre le negó su petición de regresar con ellos, no podía escapar de la familia de su difunto esposo, porque no tenía la autoridad de al menos cruzar la puerta. Estaba sola. Las atrocidades del asesino de su difunto esposo llegaban a sus oídos y cada vez lo odiaba más. El nombre era impronunciable en esa casa, el terror los cubría al escuchar que dispararle no funcionaba, porque se decía que resistía el dolor cómo nadie. Algunos decían que era antinatural, otros médicamente lo definían cómo una condición rara solamente. Pero todos le temían de todas maneras. —Es un monstruo. Esa cosa no fue creada por Dios— dijo un hombre que presionaba su cruz. —Destrozó a mi compañero. Apenas escapé. Harper dejó de masticar, ignorando todo para escuchar más. Ya que estaba prohibido sentarse en el comedor principal, al menos escucharía leyendas, porque no creía que fueran reales. —Sólo el diablo puede crear algo tan inhumano— alegó una mujer mayor. —Al menos cuándo tu marido estaba vivo te permitían comer en la mesa con ellos —mencionó Winifred cuándo la encontró sola. —Son unos maldit0s. —Sí lo hago ahora tendré que escuchar reproches y presunciones. Estoy mejor aquí —se defendió, escondiendo todo cómo siempre. —Además, al menos aquí cuentan las leyendas de ese asesino de forma interesante. —Que es un superhombre que no muere, es una exageración —alegó su nana. —No me importa si es una exageración o una tontería— dejó su plato. —Destruyó mi única salvación de este lugar. Debió matarme también, porque si tengo la oportunidad lo mato yo. —Calla esas ideas, Harper. Tú no eres una asesina —su nana siempre le decía lo mismo, pese a saber la verdad y eso ya no la consolaba. Jamás creyó odiar tanto a alguien hasta que escuchó mencionar el nombre de ese sujeto. Al superhombre lo creían indestructible y Winifred decía que ella no era una asesina. Ambos eran mentira. Sus ex cuñadas le hacían la vida imposible. Heloísa envió a que vaciaran su antiguo dormitorio, obligándola a dormir en uno dónde las ventanas eran casi inexistentes. Yara ordenó que no volviera a sentarse con ellas en la mesa, si el hijo vivo de Lorcan viviera con ellos, de seguro sería peor y Lorcan jamás intercedería por ella, por el secreto que la obligaba a aceptar sus disposiciones, por muy crueles que fueran. Podía moverse por toda la casa estando su esposo con vida, ahora no tenía permiso de salir de la propiedad, confinando a la pelirroja a vivir cómo un prisionero. No tenía amigos, no tenía dinero, no tenía voz. Justo cómo vivía con su familia años antes. El único culpable era un hombre que ni siquiera conocía, pero que se había ganado su odio por sólo existir. Semanas después de ignorarla tanto tiempo su suegro la llamó a su despacho inesperadamente. La atmósfera era tensa, cargada de un silencio que presagiaba malas noticias y ella estaba en el núcleo. El gesto de Lorcan dejaba claro que no le gustaría nada lo que diría, pero que tampoco importaba su opinión al respecto. —Harper, seré rápido, he tomado una decisión —dijo su suegro, sin rodeos—. Te casarás con Mateo Crown.Uno de los cazadores se adelantó. No dijo palabra. Levantó un machete dentado, acelerando los pasos. Movió su arma en el aire con habilidad, como si estuviera midiendo el cuello del Coloso sin tocarlo todavía.—¿No van a hablar? ¿No hay discurso dramático? ¿Ni una orden de su amo? —se burló, aunque la voz ya le salía más ronca. —Espero que sirvan para algo, porque lo que tienen enfrente no es un inútil —dijo encarándolos, bajando la mirada como un toro antes de embestir—. Es el maldit0 Coloso, grandes hijos de la chingada. Y me voy a llevar a uno, ¡aunque sea al infierno conmigo!El primero se lanzó. Pero no fue suficiente.El Coloso se movió, golpeó y la pelea comenzó como un relámpago en medio del caos. Otro más avanzó al verlo distraído, un tercero y un cuarto se movió, con la idea de destrozarlo en menos tiempo. El mexicano sintió el filo cortando su pierna y su grito no se hizo esperar, pero tampoco su respuesta. Usando las dos manos, impulsó sus fuerzas y enterró la punta del pa
—Solo tengo una pregunta —inquirió el teniente Garza, como era conocido el sujeto que presionó la espalda contra la pared, mientras sujetaba su hombro. La herida de bala sangraba y ardía como un maldit0 pedazo de hierro puesto a las brasas y enterrado en la piel.El humo de la pólvora le hizo respirar por la boca. Sus botas pisaban casquillos, y sus hombres apenas respiraban ante la alteración de todo su entorno luego de la ráfaga de balas que los atacó sin previo aviso.—¿Cómo ching@dos supo dónde encontrarme? —escupió con furia, girando la mirada de uno a otro—. ¿Quién de ustedes habló, carajo?— todos se vieron unos a otros —. Si me entero que uno solo vendió mi ubicación... lo reviento aquí mismo y luego le mando los restos a San Pedro.Uno de los suyos intentó balbucear algo, pero se tragó las palabras cuando la mirada del Coloso se le clavó como navaja.—Rodearon toda la comisaría, teniente—, habló su mano derecha—. No creo que sea un cartel enemigo. El Coloso lo miró con el ges
El auto se detuvo frente a una entrada oculta del nuevo edificio. Sin cámaras, sin botones. Una entrada de servicio reservada para clientes demasiado importantes como para aparecer en registros.Mateo abrió la puerta. Ella bajó primero. No dijeron nada. Estaban en el mismo canal, a pesar de lo difícil que era actuar en una dupla. Porque ya no podían pensar en sí mismos solamente. Se presentaron ante el gerente que les dio la llave de su habitación, indicando que pronto recibirían ropa para ambos. No debía hacer preguntas, esa era una regla fundamental.Tomaron el elevador sin decir palabra. Al llegar al piso acordado, recorrieron el pasillo hasta dar con la habitación. Propiedades personales no eran una opción viable; cualquier sitio vinculado a nombres reales podía convertirse en una trampa. Había que moverse entre lo impersonal, lo descartable. Como todo lo que les quedaba.Apenas cerró la puerta, Harper se deshizo de la ropa. La sangre seca y el sudor le pesaban más que cualquier
Mateo descendió en una planta bajo la suya, yendo por las escaleras de mantenimiento, en donde atascó la puerta con un pequeño cuchillo plegable que sacó de su bota izquierda. Nadie pensaría que alguien vestido con tanta sobriedad ocultaría armas como esa. Pero Mateo Crown no era como nadie más en el Atlantis.Caminó pegado a los muros color marfil. Las alfombras carmesí amortiguaban sus pasos mientras el rugido distante del acuario central podía distinguirse de las paredes gruesas del resort. Pero él no estaba para admirar el lujo. Cruzó hacia la puerta del servicio interno, ingresando por una zona restringida con una tarjeta que no había robado, sino que ya tenía preparada. Odiaba admitir que eran cosas que ya podía prever. Pero por algún motivo, siempre algo arruinaba lo que él quería disfrutar. Calculaba mentalmente el ritmo en que el grupo subía por las escaleras. Por ello apresuró sus pasos.La planta subterránea estaba diseñada para personal, pero Mateo no necesitaba mapas.
Harper entró al baño después de escoger su ropa. Se tomó su tiempo. Sabía que había algo que debía decir, algo que enfrentar. Al salir, esperaba encontrar tensión, reproches, quizás una discusión. Pero la escena que la recibió no fue lo que imaginaba.Mateo estaba en la mesa, comiendo en completo silencio, con la espalda recta y la mirada fija en unos periódicos que hojeaba sin demasiado interés. La luz del amanecer caía sobre su rostro impasible, y aunque sus gestos eran tranquilos, el ambiente estaba cargado con una electricidad sutil, espesa, casi asfixiante.No levantó la vista al verla.—Lo del celular… —empezó Harper, con voz titubeante, algo poco común en ella—. Sé que quedamos en usar los desechables y no cargar los personales, pero tenía…—Tenías que anteponer tus propios caprichos, como siempre. Simple —interrumpió él, sin dureza en el tono, pero con una frialdad que pesaba más que eso.No gritaba. No azotaba cosas. No la miraba con furia como esperaba. Pero esa calma se sen
—Espero que sepas muy bien quién es Boris en este momento—, Audrey llamó su atención sabiendo que este podía ir por su hija, y eso no debía pasar. El rubio se giró hacia ella con la mirada fría. —Ese sello que le diste al neoyorquino … fue una puñalada a mi espalda— expuso—. Y me debes algo por cada gota de lo que eso liberó. Audrey apretó sus dedos y su respiración se congeló al ver sus ojos. Circe se acercó con paso firme, levantando el cuchillo hacia el centro de su pecho. La hoja brillaba con la luz tenue de los incendios cercanos. El silencio se volvió absoluto. Y entonces, sin previo aviso, Valente dio una patada seca al mango del cuchillo. El filo salió disparado hacia la piel de Audrey. El impulso fue brutal. El arma se hundió en el pecho de la mujer con un sonido sordo, exacto, limpio. Ella ahogó un grito, los ojos abiertos de par en par mientras el dolor la partía en dos. Valente la observó por un instante. No con ira. Ni siquiera con placer. Con una quietud c
Último capítulo