El aroma a hogar, a café con leche y a galletas recién horneadas, me recibió en la puerta. Era el olor que había echado de menos en los últimos días, un olor que me recordaba la seguridad, la tranquilidad y el amor incondicional. Mis padres me habían traído a casa, a mi antigua habitación, mi refugio de niña que no había pisado en años. Me senté en el borde de mi cama, con la mirada perdida en las paredes, en los pósteres de bandas de rock que ya no escuchaba, en los estantes llenos de libros de fantasía que había leído mil veces. Todo era igual, pero yo no lo era. Había una herida en mi alma, una cicatriz que no se borraría. Pero, al mismo tiempo, había una nueva fuerza en mí, una nueva resolución. Una resolución que había nacido en la oscuridad, en el silencio, en el dolor.
Mis padres se habían marchado, dejándome a solas. Necesitaban un respiro y me dijeron que volverían por la tarde. No los culpaba. Se veían tan agotados como yo. Mi madre, con la voz quebrada, me había dicho que h