El sedán no nos llevó al aeropuerto ni a la civilidad. Nos llevó directamente de vuelta a la Torre Waldorf Astoria, hasta el aparcamiento privado, y de ahí, directamente al ascensor privado que subía a la suite de Spencer.
El beso en el coche había sido una chispa; la subida en el ascensor fue un incendio. Spencer mantuvo una mano firme en mi cintura, clavándome contra su cuerpo. La tensión era un animal salvaje, y no había vuelta atrás. La ropa de Aether Corp, el traje de carreras, la deuda, todo se había fundido en una necesidad primitiva.
Entramos a su suite. Era inmensa, silenciosa y la vista de la ciudad brillaba indiferente ante nuestro desorden. Spencer no encendió más luces que las del horizonte. La penumbra era cómplice.
Apenas las puertas se cerraron, me empujó suavemente contra la pared más cercana, volviendo a capturar mi boca con una urgencia que no daba tregua. Este no era el beso frío de un jefe. Era el beso hambriento de un hombre que había mantenido la abstinencia dem