2

La limusina parecía un ataúd de lujo. Su interior estaba bañado en cuero negro, el aroma embriagador del whisky caro impregnando el aire, como si el vehículo tratara de disimular el hedor de la traición que aún me revolvía el estómago.

Mis nudillos estaban blancos de tanto apretar la tela del vestido esmeralda que aún llevaba, ese que mi padre me obligó a usar para su “cena diplomática”, como la llamó. Ja. Diplomacia, mis ovarios. Aún podía escuchar sus palabras resonando en mi cabeza, frías, calculadoras, como si me hubiese entregado a un socio comercial y no al lobo más temido del continente.

La puerta de la limusina se abrió de pronto sin previo aviso, y el aire cambió.

No lo vi entrar, lo sentí. Una energía densa y salvaje, como si la noche misma se hubiese colado entre las rendijas para envolverme. Damien Blackthorn. El Alfa del Norte. El hombre que, según mi padre, me "aceptó" como parte del pacto.

Mi cuerpo se tensó, y no porque me diera miedo. No, lo que sentí fue peor. Fue una corriente eléctrica directa al pecho, un reconocimiento visceral. Como si mis instintos gritaran su nombre antes de que mi cerebro pudiera maldecirlo.

—¿Te molesta si me uno al paseo? —preguntó, su voz ronca como el trueno que precede a la tormenta.

Lo miré de reojo. Alto, traje impecable, y esa sonrisa de lobo domesticado que no engañaba a nadie. Sus ojos eran de un gris tormentoso, casi plateados bajo la tenue luz interior. Y me miraban como si ya me hubiera desnudado en su cabeza.

—Oh, por favor, no. Adelante. —Dije con sarcasmo mientras me acomodaba en el asiento, manteniendo las piernas cruzadas y la espalda erguida, como si eso pudiera protegerme del depredador a mi lado—. Después de todo, ¿qué más podría pasarme hoy? ¿Me vas a poner una correa también?

Él soltó una carcajada suave, oscura.

—¿Sabes? Me dijeron que eras bonita. Pero no que tu lengua estuviera afilada como una cuchilla.

—Debe ser porque los hombres que me rodean prefieren mujeres obedientes. —Mi mirada se clavó en la suya—. Mala suerte la tuya.

—Oh, no. —Sus labios se curvaron apenas—. Tengo el presentimiento de que me divertiré bastante contigo.

Desvié la vista hacia la ventana, negándome a permitir que esa frase hiciera eco dentro de mí. Los bosques del norte comenzaban a dibujarse en la lejanía, espesos y majestuosos como en las leyendas. Árboles tan altos que parecían custodiar secretos antiguos. Y ahí iba yo, la pequeña humana ofrecida como tributo.

—¿Por qué haces esto? —pregunté en voz baja, casi sin mirarlo.

Él se estiró, relajado, como un rey en su trono.

—Porque puedo.

Quise abofetearlo. Quise gritar. Pero algo dentro de mí sabía que no cambiaría nada. Esa no era una negociación. Era una sentencia.

—¿Sabes por qué me eligieron a mí? —continué, sin esperar respuesta—. Porque tengo la mezcla perfecta de genes, educación y apariencia. Porque soy útil. Prescindible. Porque soy la hija de un político ambicioso que prefiere pactar con monstruos antes que perder el poder.

Damien no respondió. Solo me observó con esa intensidad suya, como si estuviera leyendo entre líneas algo que ni yo sabía que estaba diciendo.

—Tu sangre es especial. —murmuró entonces, como si pensara en voz alta.

Me giré hacia él, desconcertada.

—¿Qué dijiste?

Sus ojos brillaron.

—Nada que debas saber aún.

Un escalofrío me recorrió. Algo en su tono me hizo sentir como si no fuera simplemente una pieza en un tablero político. Como si hubiera algo más en mí… algo que él ya conocía.

—¿Y si me niego? —pregunté, desafiándolo.

—No puedes. —Lo dijo sin rastro de duda, sin ni siquiera mirarme—. A menos que desees ver tu precioso mundo humano en ruinas.

Su respuesta fue un puñetazo invisible al pecho.

Mi boca se abrió, pero ninguna palabra salió. Solo un nudo caliente en la garganta que me negué a dejar salir. No iba a llorar frente a él. No iba a darle ese poder.

La tensión entre nosotros era espesa, eléctrica. Como una tormenta contenida. Y de alguna forma, en medio del odio y la impotencia, me descubrí estudiando su mandíbula marcada, sus manos grandes, el modo en que su perfume amaderado parecía abrazarme aunque estuviéramos a más de un metro de distancia.

¿Estoy enloqueciendo?

Definitivamente.

La limusina se detuvo. Afuera, un portón de hierro forjado se abría lentamente, revelando una mansión antigua que parecía sacada de un cuento gótico: torres puntiagudas, muros de piedra cubierta de musgo, faroles encendidos que temblaban con la brisa. Un castillo para el lobo.

La puerta se abrió y Damien salió primero. Se volvió hacia mí, ofreciéndome su mano como si esto fuera una maldita boda real.

No se la tomé.

—Puedo salir sola, gracias.

Él alzó una ceja, divertido.

—No lo dudo. Pero acostúmbrate a estar cerca de mí, Brianna. —Y luego, inclinándose ligeramente hacia mí, su aliento caliente en mi cuello—. Porque desde ahora, estés donde estés… yo estaré más cerca de lo que imaginas.

Tragué saliva. Ese susurro me heló la espalda y me quemó el vientre al mismo tiempo.

Maldito sea.

Caminé junto a él, sin mirarlo, los tacones hundiéndose ligeramente en la grava del camino mientras cruzábamos el umbral de la fortaleza. Cada paso sonaba como una sentencia. Como un eco de todo lo que estaba perdiendo.

Al llegar al umbral, Damien se detuvo, me miró desde arriba con esa sonrisa perezosa que comenzaba a odiar y desear en la misma proporción.

—Bienvenida al norte, futura esposa.

El mundo pareció detenerse un segundo.

Y yo, en vez de gritarle o huir, solo pude pensar en una cosa:

Dios mío… ¿qué me está pasando?

Porque sentí el corazón retumbar.

Porque, en el fondo, parte de mí sabía que el lobo ya había cruzado más que el umbral de mi casa.

Había cruzado el de mi cuerpo.

Y, lo peor el de mi alma.

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