PROMETIDA AL ALFA POR CONTRATO
PROMETIDA AL ALFA POR CONTRATO
Por: M.F.
1

La primera vez que vi a Damien Blackthorn, llevaba puesto un traje negro que parecía hecho con hilos de noche. No sonreía. No parpadeaba. Y lo peor de todo: no me miraba.

No todavía.

La sala estaba envuelta en una falsa elegancia, de esas que solo sirven para disfrazar el olor a traición con perfume caro. Había copas de vino tinto que tintineaban con falsas risas, candelabros que reflejaban el oro corrupto de los invitados y una alfombra tan gruesa como la hipocresía que flotaba en el aire.

Mi padre, con su sonrisa ensayada de político de segunda, me había obligado a usar ese vestido de seda carmesí que se ajustaba demasiado al cuerpo. “Hazlo por la familia, Brianna”, me dijo. Como si el escote pudiera comprar el respeto que él jamás supo ganarse.

Lo único que sabía era que aquella noche sería incómoda. Lo que no sabía era que no sería mía.

Nunca más.

—Brianna, ven —ordenó mi padre con una mano extendida, mientras hablaba con un hombre al que no reconocía. Alto. Imponente. De mandíbula cincelada y ojos tan claros que parecían hielo partido. Su sola presencia hacía que los demás hombres se encogieran en sus sillas. El tipo que no necesita levantar la voz para mandar. El tipo que, claramente, no pertenecía a este mundo.

—¿Qué quieres ahora? —le dije en voz baja, forzando una sonrisa para no hacer un escándalo delante de los invitados.

—Preséntate como se debe. Es un invitado importante —susurró entre dientes, casi apretando la mandíbula.

Avancé, sintiendo cómo cada paso sobre la alfombra se volvía más pesado que el anterior. El aire se volvió denso, casi eléctrico, cuando el desconocido finalmente alzó la vista.

Y me miró.

No. Me marcó con los ojos.

Sentí cómo una corriente me recorría la columna, helada y ardiente al mismo tiempo. Sus pupilas se estrecharon por una fracción de segundo, como si analizara cada centímetro de mí. Como si ya me poseyera con la mirada.

Como si su lobo interno ya estuviera olfateando a su presa.

—Ella es Brianna —dijo mi padre, con un gesto casi orgulloso—. Mi hija.

Damien Blackthorn no dijo nada. Solo asintió levemente. Pero esa mirada... esa mirada contenía promesas que yo no quería entender.

O tal vez no estaba lista para escuchar.

—Un gusto —murmuré, estirando la mano como dictan las buenas costumbres.

Él no la estrechó.

—Tu hija es más... interesante de lo que esperaba —dijo, y su voz era grave, profunda, como si arrastrara tierra, sangre y secretos antiguos con cada palabra. Luego se volvió hacia mi padre—. El acuerdo se mantiene.

¿Qué acuerdo?

—¿Qué acuerdo? —pregunté, parpadeando rápido, como si eso pudiera borrar la sensación de que me estaban arrancando el suelo bajo los pies.

Mi padre soltó una risa nerviosa. Evitó mirarme. Ya eso era mala señal.

—No es el momento, Brianna. Hablaremos luego.

—No. Ahora —exigí. Y por primera vez, Damien me miró con una intensidad distinta. Como si le divirtiera mi desafío. Como si estuviera midiendo cuánto tardaría en romperme.

—Tu padre ha aceptado sellar una alianza entre humanos y mi manada —dijo con naturalidad, como si hablara de negocios corrientes—. Como prueba de buena fe... tú serás mi esposa.

El silencio cayó como una guillotina.

—¿Qué dijiste? —pregunté, aunque lo había escuchado perfectamente.

—No es negociable —añadió él, bebiendo un sorbo de vino como si acabara de ordenar sushi en lugar de destruir mi vida.

Mi padre carraspeó.

—Brianna, por favor, entiende... Es por el bien de todos. Esta unión traerá paz, protección. No hay otra forma.

—¿Me estás vendiendo como una ofrenda? ¿¡Estás loco!? ¡Esto es una broma! —grité, sintiendo el calor subir a mi rostro.

—Brianna... —intentó calmarme, pero yo ya no escuchaba.

El Alfa seguía observándome. No parecía molesto. Solo... paciente. Como un depredador esperando que su presa se canse de patalear.

—No voy a casarme con un lobo. Esto es enfermizo. ¡Ni siquiera lo conozco!

Damien dejó la copa en la mesa. Se acercó. Cada paso suyo era una amenaza contenida. Mi corazón latía a un ritmo salvaje. Y cuando estuvo lo suficientemente cerca, su aroma me golpeó: cuero, bosque húmedo, peligro.

—No tienes que conocerme para obedecerme —susurró, apenas audible para los demás.

Yo retrocedí un paso. Él avanzó otro.

—¿Y si digo que no?

—Puedes decir lo que quieras, Brianna. Pero no importa. Ya eres mía.

Mi cuerpo tembló. No de miedo. O no solo de miedo.

—No soy una perra que puedas marcar y encadenar —espeté, más para convencerme a mí que a él.

Sus labios se curvaron en una media sonrisa peligrosa.

—No. Eres una loba dormida... Y yo voy a despertarte.

Más tarde, encerrada en mi habitación, me enfrenté a la única persona que creí que me defendería. Pero no. Mi padre me había entregado sin dudarlo, como si fuera solo una ficha más en su tablero político.

—¿Qué clase de padre hace esto? —le grité, con la voz quebrada.

—Uno que quiere sobrevivir. ¡Uno que quiere mantener a salvo a su gente! —rugió de vuelta, pero no había culpa en sus ojos. Solo cansancio. Solo rendición.

—¿Y qué hay de mí? ¿Qué hay de mi vida?

—Ya no te pertenece.

Sus palabras me cayeron como una sentencia.

Horas después, cuando la casa estaba casi vacía, escuché la puerta abrirse.

No golpearon. No pidieron permiso.

Damien entró.

Se acercó lentamente. Su sombra llenó la habitación antes que él. Yo estaba de pie, erguida, fingiendo una valentía que no sentía.

—¿Vienes a marcarme como a un animal? ¿A arrastrarme a tu jauría? —disparé.

Él no respondió de inmediato. Solo se detuvo frente a mí. Sus ojos brillaban con un fulgor sobrenatural.

—No necesito arrastrarte, Brianna. Tu alma ya me reconoce... aunque tu boca aún no lo admita.

El aire se volvió denso, como si algo invisible nos envolviera. El corazón me golpeaba el pecho, la sangre me hervía bajo la piel.

—No eres dueño de mí —murmuré, aunque mi voz tembló un poco.

Entonces se inclinó, tan cerca que sentí su aliento en mi oído.

—Te guste o no... ahora eres mía.

Y fue ahí. Justo ahí.

Donde lo sentí.

Un estremecimiento que nació en la base de mi columna, subió por mi espalda y me apretó el pecho. Algo ancestral. Algo salvaje. Algo que me decía que había un vínculo más fuerte que cualquier contrato.

Y no sabía si quería romperlo o rendirme a él.

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