3

La mansión parecía sacada de una revista de arquitectura nórdica y de pesadilla gótica a la vez. Techos altísimos, escaleras de mármol, candelabros que colgaban como joyas de un cadáver, y paredes tan impecables que daban miedo de tocarlas. Cada rincón olía a poder… y a algo más. Algo más animal.

Caminaba con los brazos cruzados, tratando de ignorar la presencia de los hombres musculosos que vigilaban cada puerta con mirada felina. Sus trajes oscuros y silencios afilados me recordaban a estatuas de cera, listas para atacar si pestañeaba demasiado fuerte.

—No tienes permitido salir del ala este —me había advertido uno de ellos con voz neutra.

Y eso fue lo que encendió mi instinto rebelde.

—¿Y si me pierdo sin querer?

—Entonces vendremos por ti —respondió sin cambiar el tono, como si no estuviera insinuando una amenaza disfrazada de cortesía.

Una jaula de oro. Exactamente eso. Inmensa, majestuosa… pero sin salida.

Recorrí el pasillo principal con lentitud, mis dedos rozando los tapices antiguos que probablemente costaban más que mi antigua casa. Todo parecía diseñado para recordarme lo pequeña que era en ese lugar. Lo prescindible. Y lo humano.

Damien no había aparecido desde la “bienvenida” de anoche, esa sonrisa torcida y las palabras como cuchillas aún me quemaban en la nuca.

Bienvenida al norte, futura esposa.

¿Esposas no se suponía que tuvieran alianzas, flores y promesas? Yo solo tenía barro seco en los zapatos, un vestido prestado y un nudo en la garganta.

En la galería central, una pintura inmensa mostraba a generaciones de alfas: hombres altos, fieros, de ojos dorados y miradas indomables. Todos me miraban desde el óleo como si no perteneciera allí. Y no, no lo hacía.

Un ruido seco me hizo girar. Una puerta al fondo se abrió.

Damien.

Vestía de negro, como si su alma tuviera código de vestimenta. Sin una palabra, caminó en mi dirección con la calma depredadora de quien sabe que el mundo se dobla ante él.

—Explorando el nido de lobos, ¿pequeña humana?

—No tenía otro plan para esta tarde —respondí, fingiendo despreocupación.

—Te advertí que no salieras del ala este.

—Entonces será mejor que me pongas un collar. —Sonreí con sarcasmo—. Aunque dudo que combine con los candelabros.

Su ceja se alzó apenas. Por un segundo, sus ojos parecieron contener un brillo divertido. Pero fue solo un segundo. Luego volvió a ser hielo.

—Acompáñame. Esta noche cenamos con la manada.

—¿Yo también? Pensé que te avergonzaba presentarme. —Caminé a su lado sin mirarlo, pero cada fibra de mi cuerpo sentía su cercanía como electricidad estática.

—Aún no estoy dispuesto a revelar nuestro… acuerdo.

—Ah, claro. Es más fácil si me escondes como un pecado.

—Es más fácil si no me interrumpes. —Su voz se endureció, y por primera vez entendí lo que decían de su poder. Cuando hablaba así, parecía que el aire mismo se inclinaba ante él—. Esta unión es política. Necesito controlar los tiempos. Algunos podrían verlo como debilidad.

—¿Y qué soy yo? ¿Una debilidad o una herramienta?

—Eso depende de ti.

No dijo más. Pero lo suficiente como para que una pequeña parte de mí se quebrara, de esas que ni siquiera sabía que estaban esperando algo. Algo como… comprensión. Protección. Un gesto de humanidad.

Qué estúpida.

La cena fue en un salón que podría haber albergado un banquete real. Todo estaba preparado con meticulosa opulencia: cubiertos de plata, copas talladas, candelabros encendidos como si estuviéramos en pleno siglo XVIII. Me sentaron a la derecha de Damien, como si mi presencia pudiera pasar por algo más que una provocación.

Y así fue.

Las miradas no se disimulaban. Algunas de desdén, otras de curiosidad malsana. Las mujeres me estudiaban como si intentaran calcular cuánto tardarían en hacerme desaparecer. Los hombres… bueno, me analizaban con otro tipo de hambre.

—¿Y la humana puede hablar, o solo es decoración? —preguntó una morena con ojos oscuros como abismo. Se llamaba Serena. Su voz era dulcemente venenosa.

—Solo cuando la decoración es más interesante que los muebles viejos —respondí, sonriendo sin mostrar los dientes.

Hubo un silencio. Luego, una carcajada masculina rompió la tensión.

—Tiene lengua afilada. Me agrada —dijo uno de los guerreros, un tal Kael.

Damien no rió. Ni siquiera sonrió. Solo apretó el tenedor con fuerza.

—No olviden a quién pertenece —dijo, sin alzar la voz.

Un escalofrío recorrió la mesa. Nadie se atrevió a hablar más. Pero no fue una defensa. Fue una advertencia.

Yo no era una compañera.

Era su propiedad.

Después de los postres —a los que no toqué ni una miga— me retiré del salón con la excusa de estar cansada. Subí las escaleras sola, como una sombra arrastrando el vestido. Al llegar a la habitación, cerré la puerta tras de mí y apoyé la frente en la madera.

No lloré. Aún no. Pero el temblor en mis manos era traición suficiente.

El cuarto era amplio, decorado en tonos fríos, con una cama tan grande que parecía burlarse de la idea de compañía. Me senté en la orilla, sacando de la mesita el documento doblado en cuatro que había encontrado en mi maleta.

El contrato.

El papel olía a tinta y traición. El nombre de mi padre al pie de página, y el mío junto al de Damien. La firma de ambos. El sello rojo con el emblema de la manada.

No era un matrimonio. Era una entrega.

Una venta.

Me abracé las rodillas, sintiendo por primera vez el peso real de lo que había hecho. De lo que me habían hecho hacer. Estaba sola, en un mundo que no me pertenecía, ligada a un monstruo que no quería ni mi amor ni mi presencia.

Solo mi sangre.

La puerta se abrió sin previo aviso. Damien.

—¿Nunca aprendiste a llamar? —pregunté con el corazón acelerado, pero la voz firme.

—Nunca tuve que hacerlo en mi propia casa. —Cerró tras de sí y se acercó. Había algo en su mirada que no había visto antes. Furia contenida. O deseo. A veces parecían lo mismo en él—. Vine a dejar algo claro.

Me puse de pie lentamente, apretando el contrato en las manos.

—¿Otra advertencia más?

—Una verdad. —Se detuvo a pocos pasos de mí. Su olor me envolvía: madera, tabaco, tormenta—. No estás aquí para amarme, Brianna.

Tragué saliva. No pestañeé.

—Tampoco pensaba hacerlo.

Él sonrió. Esa sonrisa torcida que prometía ruina.

—Estás aquí para obedecer.

Mis labios temblaron, pero no fue de miedo.

Fue de rabia.

Y algo más oscuro. Algo que no podía, no quería, nombrar todavía.

Su mirada bajó a mis labios, y por un momento, el silencio se volvió tan denso como el deseo no dicho. Como una chispa que no quema… todavía.

Pero quema.

Y yo no iba a arder sola.

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