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La mañana llegó con una claridad cruel que no perdonaba los pecados de la noche anterior. Clara había pasado las horas previas al amanecer acunando a Sophia hasta que la pequeña volvió a dormirse, pero ella misma no pudo encontrar descanso. Cada vez que cerraba los ojos veía el rostro de Adrian acercándose al suyo, sentía el fantasma de sus dedos en su mejilla, escuchaba el eco de su voz ronca susurrando su nombre.

Y después, la sonrisa de Victor. Los ojos calculadores de Lady Mercy.

Ahora, sentada en la sala de música mientras Sophia practicaba escalas en el piano, Clara intentaba concentrarse en cualquier cosa que no fuera el nudo de ansiedad que le apretaba el estómago. La habitación era amplia y luminosa, con ventanas que daban al jardín y una colecci&o

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