El evento esperado por fin llegó. La gala de otoño de Alexander Sidorov, que siempre reunía a la crème de la crème de Crestview, ese año fue aún más exclusiva, pues en vez de ser celebrada en algún hotel o salón de eventos, el señor Sidorov decidió hacerla en una de sus propiedades.
La mansión de Alexander en Ridgewood resplandecía como un faro en medio de la noche, con las luces doradas reflejándose en las columnas de mármol y ventanas altas que parecían guardar secretos oscuros.
Desde el balcón del segundo piso, Alexander observaba la reunión que se desarrollaba debajo. Invitados ataviados con atuendos elegantes se movían entre bandejas de champán y hors d’oeuvres, mientras una melodía sofisticada llenaba el aire cargado de una humedad que anunciaba tormentas lejanas. El cielo del Atlántico, oscuro y tormentoso, parecía un reflejo del caos que comenzaba a gestarse dentro de esas paredes. Relámpagos distantes iluminaban momentáneamente las copas de los árboles que rodeaban la mansión