Dentro del auto los envolvió un silencio opresivo, tan denso que parecía absorber incluso el ruido del motor. Alexander mantenía la mirada fija en la carretera, su perfil tenso y marcado por una expresión que oscilaba entre la furia y algo más insondable. Tamborileaba los dedos sobre la rodilla, siguiendo un compás específico, como si estuviese escuchando una melodía que solo sonaba para él.
Emilia, por su parte, permanecía con la cabeza recostada en la ventana, sintiéndose atrapada en un torbellino de emociones que la asfixiaban más con cada kilómetro recorrido. Repasó la conversación con Gabriel, constatando que no se le olvidó nada importante. Suspiró, se sentía en la recta final de una larga carrera de resistencia, comenzaba a acusar el agotamiento de dos años de persecuciones y fallos.
«¿Esta vez será que sí…?»
Al llegar a la mansión, Emilia no esperó a que Alexander dijera algo o se moviera. Apenas el auto se detuvo, abrió la puerta y bajó con prisa, sus pasos resonando en la en