El cuarto de Alexander, normalmente intimidante por su lujo y opulencia, se sentía ahora como una prisión para Emilia. Tras cuarenta minutos encerrada, sintió el pecho ardiendo de frustración y la mente nublada por el enojo, estaba al límite, refunfuñando sobre su mala suerte, porque ni siquiera tenía su teléfono celular.
Descargó su ira con una patada al pequeño mueble junto a la cama. El sonido del impacto resonó en la habitación, pero no hizo nada para calmar el torbellino en su interior.
—No me soy un maldito peón —murmuró para sí misma, sus ojos clavados en la ventana—. Tampoco un canario enjaulado. No me voy a quedar aquí, esperando a ver si el maldito de Sidorov me libera.
Emilia asomó la cabeza por la ventana, evaluó la altura y comenzó a calcular. Desde el tercer piso, descender no sería sencillo, pero la necesidad de escapar era más fuerte que cualquier miedo. Sin embargo, su sentido común todavía estaba presente. Se fue al baño, colocó una silla junto al marco de la pequeña