El Oblivion brillaba con una intensidad distinta esa noche. Las luces violáceas acariciaban las curvas de los sillones de terciopelo y el sonido del jazz se fundía con las risas espesas de los clientes.
Emilia caminaba con elegancia eficiente entre las mesas, vestida con el uniforme negro del club que se ceñía a su cuerpo como una segunda piel; llevaba sus ojos delineados con más fuerza que de costumbre y las pestañas espesas y curvadas le daban un aire de mujer intenso a su mirada.
En torno a ella, un aire de fría indiferencia acentuaba sus rasgos, confiriéndole un extra que la hacía especialmente atractiva, convirtiendo su jornada en una de las más activas.
Cuando llegó a la tercera ronda de tragos en una de las mesas que servía, una voz profunda, algo ronca y con acento extranjero la detuvo antes de que se marchara.
—Eres una mujer muy hermosa. ¿Nunca pensaste en trabajar en otro lugar, sirunik[1]? —preguntó en tono juguetón aunque su mirada no poseía el mismo brillo—. Podrías hace