Tras la partida de Miguel, Emilia disfrutó de un extraño momento de calma. Las gentiles palabras de su compañero de trabajo amortiguaron esa sensación asfixiante que la estaba atosigando.
El salón de descanso estaba en penumbra, apenas iluminado por una lámpara de pie junto al sofá principal. El murmullo lejano del lounge llegaba apagado, como si el tiempo se hubiese detenido en ese rincón olvidado por la música y los clientes.
Emilia, recostada en el respaldo esponjoso del sofá, mantuvo los ojos cerrados. Había inhalado profundo varias veces, intentando que el cansancio, la rabia y la decepción no le subieran por la garganta.
Aunque Miguel fue una breve nota amable, no borraba por completo todo lo que llevaba por dentro.
No le resultaba fácil. Nada le resultaba fácil después de perder a Ana.
Entonces escuchó los pasos. Firmes, medidos, acompañados del ritmo seco de unos tacones demasiado perfectos para ser casuales. Por un momento pensó en Alexander Sidorov, que después de no verla,