Unas manos calientes y poderosas recorrían su cuerpo, pudo sentirlas acariciando sus muslos, enredándose entre su ropa, apretando sus pechos.
Emilia no alcanzaba a ver a quién pertenecían esas manos, de hecho, todo lo que veía era una neblina gris que parecía extenderse a su alrededor. Un tenue dolor en su cuello, un pinchazo que la hizo estremecer. Las manos se volvieron más atrevidas, más aventureras; el gemido escapó de sus labios, un suave y aterciopelado sonido que pareció exacerbar las manos.
Sentía el cuerpo pesado y febril, su mente estaba dividida entre la resistencia y el deseo de dejarse ir. Esas manos parecían tocarla como a un instrumento, moviéndose diestramente por todo su cuerpo encendiendo un fuego que amenazaba con consumirla.
Un trueno retumbó en su cabeza, el sonido poderoso y aterrador la sacó de su estupor, abrió los ojos, confundida, acalorada. Afuera de la ventana se había desatado una tormenta, la lluvia golpeaba contra el vidrio de forma violenta; en la oscur