Alexander entró a la mansión con su usual expresión facial. Aunque le llevó un poco más de tiempo de lo estipulado, apenas había anochecido. Apenas apareció, Ludmila instó al personal a servir la cena, mientras que con cumplió con la rutina establecida de recibir su chaqueta y servirle un vaso con agua.
Emilia estaba sentada en la sala, esperando su regreso. Se miraron a los ojos sin parpadear; ya no quedaban rastros de angustia en los ojos de la pelinegra, una vez más se había calado la máscara de estoicismo que usaba con todo el mundo.
Una mezcla de agridulce irritación invadió a Alexander; en el fondo, él era un sádico. Tal vez no disfrutaba las azotainas ni los castigos corporales como todo un Dominante; no, Alexander Sidorov disfrutaba de ver a las personas perder el control, la esperanza o la capacidad de luchar.
Era precisamente eso lo que más le gustaba, ver cómo se hundían en la desesperación al verse derrotados por las circunstancias.
—Buenas noches, señor Sidorov —saludó la