Emilia regresó a su departamento una mañana de agosto bajo una lluvia suave pero constante. Tras advertirle a Alexander que se marchaba, este no la detuvo, incluso la despidió en la entrada de la mansión con la gentileza y los modales dignos de un anfitrión de cinco estrellas.
O al menos así se habría sentido si sus ojos no la hubiesen observado de aquella manera. Oscura, caliente, perversa. Por un instante se sintió sofocada, como si estuviese a punto de ser devorada por llamas. El escalofrío que le recorrió la espina dorsal la llenó de terror, ese que es irracional y te incita a escapar. Tuvo una idea, tan fugaz que pareció inexistente: debía mantener las distancias de ese hombre; pero era más que obvio que Alexander no parecía compartir ese mismo objetivo.
Una semana, estuvo cautiva en la guarida del demonio durante siete días y salió de allí relativamente sin daños. El juego con el jefe era intenso, las miradas, los dobles sentidos, las intenciones no dichas pero claramente expres