—¿Dónde estabas? —preguntó, y cada sílaba era una comprobación de respiración.
Isabela tragó saliva.
Tenía los labios partidos.
—Huyendo —dijo—. Queriendo no morir, y queriendo que él —miró a Arturito— no muriera conmigo.
—Corriste al muelle —le enrostró Enzo—. Desapareciste.
—Tomé un bote de servicio —explicó—. El más chico. Motor casi sin basura, fui por detrás, por los canales. Me escondí bajo un puente un rato largo, con el motor apagado. Él lloraba y tuve que morderme la mano para no hacer ruido con la mía. Cuando la costa estuvo limpia, entré por el canal de atrás de la casa. Dejé el bote en los manglares del jardín de al lado. Subí por la entrada de servicio. Y me quedé en la habitación, esperando...
—¿Y por qué no bajaste? —la mordió Alma, la voz ya sin lágrimas, una hoja afilada—. ¿Por qué me dejaste pensar que te lo habías llevado?
Isabela cerró los ojos un segundo.
—Porque bajé dos veces —dijo—. Y dos veces escuché “maten a la traidora” antes de escuchar mi nombre. Me quedé