—Isabela… —susurró, y la palabra le salió como un silbido.
La isla, vista desde el agua, parecía una postal que alguien hubiera ofrecido a una llama.
Vieron sombras moverse como hormigas negras, llevar bidones, anegar telas.
Luego el fuego hizo su lengua, en cuestión de minutos, los manglares escupieron humo negro, la madera de los gazebos hizo crujidos de animal golpeado, la música, lo que quedaba de música se volvió un gemido largo.
Los cuerpos que no pudieron irse empezaron a desaparecer bajo un color que todo lo igualaba.
Era limpieza de escena.
Era un mensaje.
—Quieren borrarnos —dijo Enzo, la voz hecha piedra.
—Quieren borrarme a mi —corrigió Alma, con un filo que no era miedo, era certeza.
El yate cortó la bahía con una línea blanca.
Valentín tenía las manos soldadas al volante, la vista clavada en una ruta que no estaba dibujada en ninguna carta náutica.
Una gota de sangre le caía desde el pelo hacia la ceja y la barba; no sabía de dónde había salido.
El viento les golpeaba la