Robert Lane, con su ironía bien puesta, se ofreció a hacer fotos con un viejo analógico que traía por capricho, y Gino Baggio, con una solemnidad que sorprendía, llevó la caja de habanos como si fuese una reliquia.
Valentín subió al suyo con Enzo y Gianluca, saludó al capitán con una palmada, miró una vez el horizonte y se dejó llevar.
El trayecto fue media hora de belleza; un coche aminoró en la costa como si mirara demasiado, y un dron lejano zumbó sobre el agua, recordando que incluso en medio de la hermosura había ojos vigilando, la ciudad quedó atrás, la línea de la costa se volvió un dibujo y el callo apareció al frente como una promesa que por fin dejaba de ser palabra.
Las guirnaldas de luz empezaban a encenderse con pudor, el arco de flores tomaba color al caer el sol, la tarima de madera estaba lista con un corredor de pétalos pequeños y algunas sillas esperaban sin impaciencia.
Había una mesa discreta con copas, un piano apoyado en el costado de la tarima y un contrabajo re