El departamento era un búnker disfrazado de paraíso, el aire olía a madera pulida y jabón caro, con una leve fragancia de sal marina filtrándose por los ventanales herméticos. Las paredes de cristal polarizado aislaban todo sonido exterior, dejando que el zumbido del silencio y el leve tic-tac de un reloj moderno fueran lo único que se escuchaba.
El aire acondicionado mantenía la temperatura fría, casi quirúrgica, como si hasta el clima conspirara para borrar cualquier rastro de emoción.
Cada rincón parecía diseñado para que nadie supiera lo que ocurría ahí dentro, ni siquiera quienes lo habitaban, paredes de cristal polarizado, cortinas gruesas, luces tenues, y un silencio denso que se pegaba a la piel como humedad.
Valentín apagó todos sus teléfonos.
Alma hizo lo mismo.
Solo quedó un aparato viejo, sin GPS ni registro, con el que podía comunicarse con Enzo, Andreas y su gente.
—Andreas recibió un balazo en el brazo, pero está estable —le había dicho Enzo al teléfono, segundos antes—