La mañana olía a cloro de madrugada y café quemado. A las 9:15, la ciudad todavía bostezaba cuando en la mansión Rossi empezó el ballet de las salidas, dos autos por casa, dos desde Coconut Grove, dos desde Pembroke Pines, dos desde el hotel Rossi. Una coreografía de sombras diseñada para despistar.
A las 9:27 en punto, los portones de la mansión Rossi se abrieron como párpados cansados y el primer sedán negro se deslizó hacia la calle, impecable, reflejando el sol como una armadura pulida. El chofer sintonizó la radio; una voz nasal hablaba de tráfico en la I-95 y de un frente de tormenta. Todo parecía tan rutinario que dolía.
Veinte metros más adelante, estacionado como un coche olvidado de madrugada, un hatchback aguardaba bajo el sol que lo convertía en una cacerola. Nadie lo miró dos veces.
Nadie sospechó.
Entonces, el mundo se partió.
El rugido fue un bofetón de fuego. Una llamarada naranja infló el aire y lo desgarró con un bufido seco que hizo vibrar las ventanas a tres cuadra