A las 7:02 a. m, el cielo de Coconut Grove era una sábana gris perlada que empezaba a encenderse por los bordes.
Valentín abrió los ojos con esa alerta antigua que no se apaga ni en la paz, miró a su derecha y vio a Alma profundamente dormida, la mejilla hundida en la almohada, la mano esa mano que mandaba ejércitos abrazando por instinto la curva tibia del vientre.
El latido suave de la playlist tu-tum, tu-tum flotaba desde el cuarto del bebé como un faro.
Se inclinó, le acomodó un mechón detrás de la oreja y se levantó descalzo, con cuidado de que el piso no traicionara la escena.
En el pasillo, pulsó el intercomunicador.
—Señora Elvira —susurró—, hoy no cocine, descanse. Yo me encargo del desayuno.
—¿Está seguro, señor Moretti? —susurró la voz adormilada—. Tengo la avena remojando…
—Más me vale aprender —bromeó, mirando hacia la habitación—. Tengo que practicar.
La reja se abrió sigilosa.
En el garaje, el motor del Mercedes negro de Valentín ronroneó como un gato contento.
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