El sol de la mañana bañaba el rostro de Alma cuando, con una media sonrisa y la mirada perdida en el ventanal de su habitación, murmuró.
—Quiero salir al mar… —dijo con un suspiro, como si el océano pudiera lavar todo el peso que llevaba dentro, como si esas aguas infinitas pudieran regalarle un instante de libertad.
Para Alma, el mar no era solo un paisaje, era escape, refugio y deseo de una vida menos manchada.
Valentín, recostado en la cama con el torso desnudo y una taza de café en la mano, giró la cabeza hacia ella. Había aprendido a reconocer ese brillo en sus ojos, mezcla de nostalgia, anhelo y determinación.
—¿Te gustaría ir a la playa? —preguntó.
Ella negó con un leve movimiento de cabeza, pero luego comento.
—Quiero usar el yate de mi padre. Está en uno de los muelles. Lleva años guardado, pero siempre soñé con hacer un recorrido por los cayos... como una especie de fuga, lejos de todo, ¿te gustaría? solo tú y yo.
Valentín sonrió y se sentó al borde de la cama, intrigado.
—¿