Savannah observaba a Mateo dormir profundamente, su pequeño pecho subiendo y bajando con una cadencia que la hipnotizaba. Aquel niño era su ancla, su razón de ser, su motivo de seguir respirando cuando todo lo demás parecía derrumbarse.
Le acarició el cabello con la yema de los dedos y luego miró la hora. Ya habían pasado largos minutos desde que Massimo había salido furioso de la habitación. No había vuelto, aunque tampoco era lo que esperara—, y el miedo a que su enojo terminara costándole el tratamiento de su hijo la estaba carcomiendo.
Suspiró. No podía quedarse allí, esperando. Tenía que hablar con él, aunque le temblaran las piernas y el orgullo le sangrara.
Se levantó despacio, acomodó las sábanas de Mateo y salió al pasillo. En el cuarto contiguo, las dos enfermeras que estaban designadas a los cuidados del pequeño, hablaban tranquilamente cuando ella apareció.
—Disculpen… —dijo Savannah, intentando mantener la voz serena—. Necesito hablar con mi esposo... ¿Podría quedarse alg