La tensión en la habitación era pesada e incomoda para Savannah y la doctora que, junto a los otros dos médicos que atendían a su hijo, le decían los resultados de los exámenes que le habían realizado a Mateo.
Savannah escuchaba atentamente la explicación del doctor, pero sus ojos, traicioneros, se desviaban de tanto en tanto hacia la mujer.
Desde que había entrado a la habitación no le había quitado la mirada de encima, inspeccionando su apariencia muy opuesta a la suya y preguntándose en qué carajos se había basado para estar con la mujer como si se tratara de ella.
La doctora era alta, rubia, estilizada, con una figura envidiable, de ojos tan verdes como una esmeralda y el rostro limpio de cualquier impureza.
Muy diferente a ella, que era pelinegra, de curvas pronunciadas y kilos de más, bajita, con el rostro cansado y marchito.
Massimo era un desvergonzado, desde luego que, después de quedar caliente, necesitaba sacarse las ganas de encima, pero le enfurecía que fuera tan descarad