Maximilian me mantiene la mirada, eso basta para que el pulso se me dispare. Avanza un paso, yo retrocedo otro. Pero él no se detiene, sigue avanzando y yo sigo retrocediendo hasta que mi espalda impacta con la pared.
Me sobresalto, pero cuando veo que se inclina hacia mí, no puedo moverme. Debo levantar la mirada para poder mantenérsela, porque es demasiado alto, porque sus ojos me resultan enigmáticos, porque estoy paralizada y no sé qué hacer. Que se acerque demasiado a mi rostro no me ayuda.
—¿Te atreves a mentirme en mi propia cara, Harriet?
Su aliento a alcohol y a menta inunda mis fosas nasales. De repente, me siento sofocada porque su cercanía me abruma.
—Sí. —lo admito—. Sí te mentí.
Nadie me cortará la cabeza por esto, pero no puedo actuar así. Él es el príncipe de esta nación, es mi esposo. Mentirle, es un error garrafal que no me costará la cabeza, pero sí mi libertad.
Maximilian, con solo actuar como el general de Saldovia, puede llevarme tras las rejas por mentirle.
—Dije…
—Oí a la perfección lo que dijiste, Harriet —dice tajante, se inclina más y un clic me llama la atención. Pero no volteo a mirar—. Solo te di tiempo a decirme la verdad.
—Maximilian, yo…
—Entra.
«¿Qué?».
No entiendo nada, pero cuando la luz se refleja en su rostro, volteo para mirar lo que hay detrás de mí.
Observo la puerta abierta y entiendo que ese fue el clic que escuché hace un momento. Deslizo la mirada al interior de nuestra habitación al tiempo que ingreso. No porque esté desesperada por conocerla, sino porque quiero alejarme de su presencia lo más que pueda.
Recorro con la mirada el interior de nuestra habitación. Es amplia, luminosa, decorada con una elegancia sobria que evita el exceso. Hay flores frescas en una mesa cerca de una de las enormes ventanas. Todo el suelo está alfombrado y la cama parece más un altar que un lugar para dormir.
Avanzo un poco más hasta quedar en medio del espacio. Me gusta que haya una pared llena de libros. Estudié historia, me gusta leer muchísimo y estoy segura de que una vez que tome un libro de esos, no pararé hasta leerlos todos. A mi derecha hay un juego de muebles y desde aquí puedo ver que hay dos puertas en la pared del fondo.
—Esta es tu habitación —dice detrás de mí, pero no me volteo. Sostengo con más fuerza la falda de mi vestido como medida de autocontrol.
No respondo. No porque no quiera, sino porque ese «tú» en su boca me desconcierta.
—¿Tu habitación? —repito—. Has dicho, ¿tu habitación?
Volteo a mirarlo y Maximilian asiente en cuanto mis ojos lo ven.
—Sí. A partir de hoy, este será su espacio, duquesa.
«Y volvemos con el formalismo chocante».
Lo miro, esperando una explicación. Creí que dormiríamos en la misma habitación, eso hacen los esposos, ¿no? No comprendo por qué razón no me quiere cerca. Y ok, entiendo que no nos conocemos, pero cómo pretende que eso ocurra si me está dejando tirada qui como si fuese una cosa y no su esposa.
—¿Por qué, Maximilian? —pregunto al fin, sin suavidad.
Pero antes de que me pueda responder, alguien abre la puerta sin previo aviso. La mujer que entra a la habitación como si le perteneciera me desconcierta.
Alta, elegante, con una belleza que no necesita presentación. Ojos azules con el cabello negro y trae puesto un vestido elegante ceñido al cuerpo. No muestra nada indebido, pero no me pasa desapercibida la sensualidad con que camina.
Pero más me sorprende el hecho de que no me mire.
—¿Te vas a tardar mucho? —le pregunta a él, con una enorme sonrisa—. Ya todo está listo.
«¿Listo para qué?».
Deslizo la mirada para verlo a él, pero Maximilian tiene sus ojos en ella. La manera en que la está observando es fría, muy amenazante, pero la mujer sigue sonriendo y yo no entiendo nada.
—¿Quién eres? —le pregunto directamente a ella—. ¿Necesitas algo?
Por primera vez, me observa. Su mirada me estudia con curiosidad, bastante inquisitiva mientras me detalla el vestido de novia, el anillo en mi dedo, la tiara en mi cabeza, hasta llegar a mi rostro.
—Ah, tú debes ser Harriet —sonríe.
—Tú no deberías estar aquí. —le dice Maximilian en un tono bastante frío—. Lárgate. Espérame afuera.
La recién llegada se ríe con mucha elegancia, como si no le importara que Maximilian la esté mirando con fuego en los ojos y rostro endurecido. Estoy nerviosa por ella, pero también molesta por dirigirse a mí como lo ha hecho.
—He estado esperándote todo el día, mi príncipe —intenta acercarse, pero Maximilian se le impone y ella se detiene—. Quiero…
—Cuando yo te doy una orden, tú la acatas —sisea cerca de su cara, pero igual puedo escucharlo—. O te largas o te saco.
…He estado esperándote todo el día, mi príncipe…
«Ahora lo entiendo».
—Sal de mi habitación —le digo a ella, sin levantar la voz, pero con una firmeza que no admite réplica.
Sus ojos se dirigen a mí, parpadea sorprendida y la sonrisa se le borra de los labios.
—¿Perdón?
No le doy tiempo a nada. Me acerco con pasos decididos, sintiendo cómo la sangre me hierve en las venas. No es rabia solamente, es humillación lo que siento. Es el peso de todas las cosas que se han dicho con solo mirarse.
La tomo por el brazo con una autoridad que aprendí en mi año en el ejército. No se resiste, tal vez no espera que yo tenga el coraje de arrastrarla o el derecho, pero no me interesa.
Sí lo tengo. Tengo todo el maldito derecho del mundo de sacarla de mi habitación y de este castillo si me da la gana.
—¡Maximilian!
La saco de la habitación, con más fuerza de la necesaria. Se tropieza, pero al menos no se cae. Me enderezo ante ella, todo el cuerpo me tiembla, pero la impotencia es más grande que mis ganas de llorar.
—No me interesa lo que hagas con él en la cama. No me importa la relación que tengas con mi esposo. Frente a mí te dirigirás a él como señor Lóvenhart, príncipe o duque, ¿te quedó claro?
Abre la boca para defenderse, pero levanto la mano para que se calle. Lo hace, con rabia y frustración, pero se calla la insolente.
—A la primera que lo tutees delante del personal, familia o mi presencia, pagarás con tu vida —El rostro se le distorsiona por el miedo—. Tengo entendido que en Saldovia la pena de muerte por traición es legal. No me hagas ser tan radical.
No espero a que me diga algo, simplemente le doy la espalda y entro a la habitación. Cuando me giro para cerrar la puerta, sus ojos están clavados en Maximilian que permanece detrás de mí.
Ambas puertas resuenan cuando las cierro, me tomo un momento para recomponerme. Respiro apretando los dientes. El escozor en los ojos se hace presente, pero me niego a llorar.
—¿Desde cuándo estás con ella?
—Desde hace cinco años.
Cierro los ojos, asiento en silencio, tragándome la enorme humillación que me han dado esos dos.
—¿Estás enamorado de ella?
Su risa, indiferente y carente de alguna emoción, me saca de mis casillas.
—Yo no tengo por qué rendirte cuentas —sus palabras me traspasan—. Este es un matrimonio arreglado. ¿Lo olvidaste, pequeña Harriet? Como sea, no tenías que hacer eso.
La indignación me golpea. Una fuerza descomunal me domina, el impulso me arrastra y como fiera me giro avanzando hacia él con la poca dignidad que me queda.
—¡¿Y qué esperabas que hiciera, Maximilian?! ¡¿Que la invitara a quedarse?! ¡¿Que fuese parte de nuestra conversación?!
—Harriet, cuida tu tono.
—¡Al diablo el tono! —Lo empujo, pero no se mueve—. ¡¿Deseas que la busque para pasar la noche los tres?!
Me oigo histérica, dolida, consternada. Y el hecho de que se ría como si estuviera loca, más indignada, me hace sentir.
—Eres un cerdo —le digo con desprecio, no me importa su título, ni su linaje—. Eres un…
—¡A mí me respetas, Harriet! —brama con fuerza, me toma por el brazo, me estremece un poco hasta pegarme a su cuerpo como un bruto animal—. Respétame o seré yo el radical.
La ira desmedida que brota de él me desconcierta. No le interesa ser un bruto sin educación. Me mira impasible, con rabia, tanto así, que no puedo darle réplica.
—¿Té quedó claro? —sisea, está sumamente molesto.
Y yo estoy en shock por sus palabras al punto de no poder pronunciar nada.
—¿Te quedó claro, Harriet?
—Sí. —respondo al fin.
Me suelta de mala gana y abandona la habitación sin decirme algo más.