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El silencio tiene su propio lenguaje. Lo aprendí en la facultad de psicología, pero lo confirmé en esta casa de asesinos. Hay silencios que preceden a la muerte, silencios que ocultan verdades y silencios que gritan peligro. El que percibí esa mañana era del último tipo.

Los guardias se movían diferente. Las miradas esquivas, los cuchicheos que cesaban cuando yo entraba a una habitación. Algo había cambiado en la mansión Montoya y nadie quería decírmelo.

Dejé mi taza de café sobre la encimera de mármol y observé a través de la ventana. En el jardín, tres hombres de Elías hablaban con gestos tensos mientras revisaban sus armas. No era inusual ver armamento en la propiedad, pero sí lo era esa urgencia contenida, esa preparación silenciosa para algo que yo desconocía.

—Buenos días, cuñadita.

La voz me heló la sangre. Me giré lentamente para encontrarme con Julián Montoya, el hermano menor de Elías. Vestía impecablemente, como siempre: traje azul marino, camisa blanca, gemelos de oro. Su
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