Las luces cálidas del Palacio de Mármol, propiedad de Kareem Al-Hafez en pleno corazón de San Petersburgo, se alzaban como una afrenta dorada en el oscuro lienzo del cielo ruso. Aquel lugar, lleno de lujos traídos desde Medio Oriente, era su trono temporal, su declaración de guerra silenciosa a quienes aún dudaban de su influencia. Rodeado de mármoles importados, columnas talladas a mano, alfombras persas y obras robadas del mercado negro, Kareem parecía una figura de poder absoluto. Lo parecía, sí… hasta que la advertencia llegó.
Un sobre negro fue depositado sobre la mesa de madera tallada del despacho por uno de sus hombres. Silencioso. Formal. Casi reverencial.
Kareem lo miró con aburrimiento primero, mientras sostenía una copa de coñac añejo entre sus dedos. Solo rompió el sello cuando su asistente personal, Omar, le indicó que debía leerlo.
—¿Qué es esto ahora? —preguntó Kareem, cruzando las piernas con elegancia mientras desenvolvía el papel con indiferencia.
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