La lluvia caía con fuerza sobre Moscú, golpeando el pavimento con la furia de un cielo sin consuelo.
Alexandra salió del bar con pasos rápidos, casi desesperados, sin importarle el viento que le enredaba el cabello ni el frío que se colaba bajo su abrigo de lana.
Sus manos temblaban. No de frío… sino de confusión.
El aire que respiraba ardía.
Sus labios aún llevaban el sabor del whisky de roble ahumado que Mikhail había estado tomando, mezclado con algo más profundo, más inconfesable.
Un susurro. Un reclamo. Un incendio.
Aquel beso.
—Fue un desliz —susurró entre dientes, como si decirlo en voz alta lo volviera menos real.
Pero su voz apenas se sostenía.
Sus piernas temblaban al subir al vehículo, y su mano buscó a ciegas el botón de encendido.
El motor rugió.
Y sin dudarlo, Alexandra pisó el acelerador con fuerza, alejándose de aquel lugar como si pudiera dejar atrás el eco de lo que acababa de suceder.
No miró atrás.
No quería pensar en los ojos azules que la habían desarmado.