El silencio era diferente en la Mansión Orlova esa noche.
No era el mismo silencio refinado de siempre. Era más denso, más cargado, como si algo invisible hubiera entrado junto a Alexandra apenas cruzó la puerta principal. La mujer subió directamente a su habitación. Sus tacones resonaron en el mármol con una firmeza que no sentía en el pecho. Sus pasos eran decididos, pero su alma… se tambaleaba.
Al entrar, cerró la puerta sin mirar atrás. La habitación estaba en penumbras, solo iluminada por las luces de la ciudad que se filtraban a través de los ventanales altos. El abrigo cayó al suelo. Los pendientes siguieron el mismo destino.
Y entonces, sin más, se dejó caer sobre la cama.
El colchón pareció absorber su cuerpo como si también estuviera cansado.
Pero Alexandra no cerró los ojos.
No podía.
Porque incluso allí, en la intimidad de su habitación, él estaba con ella.
No con su cuerpo. Con su presencia.
Con su voz grave resonando aún en sus oídos.
Con el calor de su mano que aú