La mansión Baranov era una fortaleza envuelta en silencio. Fuera, la nieve caía como un susurro constante sobre los vastos jardines congelados. Dentro, el aire era denso, casi tan inmóvil como el hombre que dominaba aquel imperio de sombras y poder.
Mikhail estaba en su despacho, una habitación revestida con paneles de madera oscura, alfombras persas y lámparas tenues que lanzaban destellos dorados sobre los bordes afilados de su escritorio. Vestía de negro como siempre, una camisa perfectamente entallada que marcaba su torso firme y una chaqueta que hablaba de elegancia cruel. Sentado con la espalda recta, una copa de coñac entre sus dedos, su semblante era imperturbable. Y sin embargo, algo dentro de él llevaba horas en ebullición.
Dimitri se presentó sin que Mikhail lo mirase. El guardaespaldas, imponente y disciplinado, se detuvo con respeto.
—Señor Baranov, la información ha llegado.
Mikhail elevó apenas una ceja. Nada más.
—Alexandra Morgan ha estado todo el día en Barcelon