La noche había caído por completo sobre Moscú, envolviendo la ciudad en un manto de oscuridad silenciosa, interrumpido solo por el murmullo de los árboles mecidos por el viento y la tenue luz de la luna que se filtraba entre las nubes. En la Mansión Baranov, sin embargo, el ambiente era otro. Cada rincón de la vasta propiedad estaba perfectamente iluminado, custodiado, y bajo una vigilancia absoluta. Nada ni nadie entraba o salía sin el conocimiento de Mikhail Baranov.
El rugido suave del motor de un auto de lujo se apagó. Un chofer abrió la puerta trasera y, envuelta en un abrigo de piel y perfume costoso, Veronika Dubrovskaya descendió del vehículo con paso decidido y elegante. Llevaba un vestido negro ajustado que resaltaba su figura esbelta, los labios rojos como sangre y el cabello rubio platino recogido en una coleta alta. Su andar era seguro, casi provocativo. Sonrió con sutileza, creyendo conocer el terreno que pisaba.
Un guardia le indicó que podía pasar. Sabía que no se le