El cielo amanecía cubierto por un manto gris, como si la ciudad entera respirara la misma inquietud que envolvía a Brooke. Aún vestida con su pijama y con una taza de café entre las manos, miraba por la ventana del salón sin ver realmente nada. La lluvia caía con pereza, arrastrando consigo el eco de la noche anterior. Sus dedos temblaban ligeramente, no por el frío, sino por la sensación aún viva de los pasos que había sentido tras ella, de los ojos clavados en su espalda.
Sintió un leve escalofrío al recordar cómo su corazón había latido como un tambor de guerra cuando creyó que alguien la seguía. No era solo paranoia. Algo dentro de ella lo sabía: no era imaginación.
Aleksei entró en silencio, con el cabello húmedo tras la ducha y una camiseta negra que le marcaba el pecho. Se detuvo a observarla desde el umbral. No dijo nada. No hizo falta. Brooke sintió su presencia como si una sombra se deslizara tras ella, pero esta vez era una sombra que la abrigaba, no que la acechaba.
—No vo