El sonido agudo de un llanto rompió el aire de la sala.
Y en ese instante, el mundo entero se detuvo.
Brooke apenas podía respirar. El cuerpo agotado, el pecho sacudido por sollozos que no sabía si eran de alivio, de felicidad… o de pura incredulidad.
Unos segundos después, escuchó las palabras que había temido no oír jamás:
—Está perfecto. Un bebé sano. Felicidades, mamá.
Las lágrimas brotaron con tal fuerza que no pudo ni responder.
Solo sollozó, temblando.
Cuando le colocaron al pequeño sobre el pecho, el tiempo dejó de existir.
Allí estaba.
Su hijo.
Su milagro.
Pequeño, tibio, con el corazón latiendo acelerado bajo su piel.
Brooke lo miraba como si no pudiera creerlo.
Como si todo lo vivido hasta ese momento no hubiera sido más que un sueño del que ahora despertaba.
Unas lágrimas cayeron sobre las mejillas del bebé. No sabía si eran suyas… o de Aleksei, que estaba a su lado, sosteniéndola, con la voz temblorosa.
—Es… nuestro, Brooke. Es nuestro hijo… —murmuró él, con los ojos aneg