El mismo día
Málaga
Ramiro
El poder y el dinero generan envidia y enemigos, pero la cuestión es aprender a proteger tu legado, y eso solo lo consigues siendo cruel, frío, pragmático. Cueste lo que cueste, estarás en el lugar que quieras estar. Yo lo supe desde siempre: necesitaba llegar a la cima. Esperaba con ansias sentarme en la silla de mi padre, dirigir el legado familiar, pero vivía escuchando evasivas, excusas, posponiendo lo inevitable. Alegaban que no tenía su visión para los negocios. Y creí, ingenuo, que con su muerte por fin sería el elegido.
Error monumental. La bomba me cayó como un balde de agua helada.
Estaba en la mansión, organizando cada detalle para el funeral de mi padre, cuando apareció Juliana Ferrer, la abogada de la empresa, con esa seriedad incómoda que anuncia problemas.
—Buenos días, Ramiro, doña Beatriz… tengo noticias desagradables —dijo, dejando los papeles sobre la mesa.
—Por favor, Juliana… nada puede ser peor que la muerte inesperada de mi padre —repliqué con malestar.
—No lo llamaría tragedia, pero sí un problema. Un hombre llamado Iván Negrete interpuso una demanda alegando ser hijo de don Eduardo.
Solté una carcajada seca, cargada de rabia.
—¡Por favor! Cualquier imbécil puede decirlo, otra cosa es que lo sea.
—Juliana, si has venido a alterarnos, da la media vuelta y respeta el momento delicado que vivimos —intervino mi madre, con la voz dura.
Pero la abogada no se inmutó.
—Doña Beatriz, el asunto es serio. Iván presentó documentación, análisis de ADN, fotos de su madre con don Eduardo, cartas… todo respalda su historia de que sería un Del Valle.
Me giré hacia mi madre con incredulidad.
—Mamá… dile a Juliana que eso es imposible.
Ella bajó la mirada, conteniendo un suspiro.
—No puedo, Ramiro… Tu padre no era un santo. Menos un hombre fiel. Tuvo algunos deslices.
El golpe me sacudió. Sentí un ardor en la cara.
—¿Cómo carajos pudiste permitirlo? ¿Acaso no le cumpliste como mujer?
—¡No me faltes el respeto, Ramiro! ¡No te lo permito! —me gritó, con ese temple que pocas veces mostraba.
Juliana levantó la mano, intentando recuperar el orden.
—Por favor, concéntrense. Iván Negrete quiere charlar sobre sus derechos como heredero. Les aconsejo escucharlo y después decidir respecto al testamento.
Fue entonces que escuché la voz somnolienta y desganada de Andrés, mi hermano menor, entrando en la sala todavía con la camisa mal abrochada.
—¿Qué sucede aquí? ¿Otra discusión por el dinero de papá? —preguntó con un bostezo, rascándose la nuca, sin el menor interés.
Lo fulminé con la mirada.
—A ti poco te importa lo que suceda con nuestra herencia. Vives metido en tu maldito restaurante, jugando a ser chef, como si eso bastara para llevar el apellido Del Valle con dignidad. Mejor desaparece, Andrés, y ahórranos tu presencia.
Él arqueó una ceja, indiferente, y se dejó caer en un sillón como si nada.
—Si quieres matarte por la herencia, adelante. Yo tengo cosas más importantes que hacer que vivir encadenado al dinero de papá.
Las venas de mi cuello se tensaron. No podía soportar ese maldito desinterés en medio del incendio que se avecinaba.
Al final accedimos a charlar con el bastardo. No había más salidas si queríamos evitar un escándalo mediático. Ingenuamente pensé que con unos cuantos centavos desaparecería de nuestras vidas, pero no estuve ni cerca.
La sala de juntas estaba cargada de un silencio tenso, roto apenas por el golpeteo de los dedos de Juliana sobre la carpeta de cuero que reposaba frente a ella. Su equipo de abogados, cuatro carroñeros de corbata ajustada y mirada calculadora, la rodeaba como si fueran buitres esperando el primer pedazo de carne. A un costado, mi madre observaba con esa dignidad fingida que solía usar como armadura, aunque sus labios apretados delataban el miedo. Andrés, mi hermano menor, se desparramaba en la silla con ese aire desganado que tanto me irritaba, como si la herencia de toda una vida le importara una m****a. Y todavía faltaba Camila, la hija de mi difunta hermana Sofía… pobre ingenua, sin idea de lo que se iba a encontrar.
La puerta finalmente se abrió. Dos hombres se adentraron con pasos firmes. El primero, de sonrisa servicial y traje gris perfectamente planchado, se presentó con voz medida: el abogado Ortega. El segundo… Iván Negrete. Piel clara, nariz respingada —idéntica a la de mi padre—, unos treinta años, quizá de mi estatura. Ojos marrones que destellaban rabia, rebeldía, y un brillo insolente que no pude descifrar de inmediato. No hizo falta: con solo cruzar su mirada con la mía entendí que no había venido a mendigar, sino a desafiarme.
—Buenos días, señores. Soy Lucas Ortega y represento aquí al señor Del Valle… —dijo el abogado, modulando cada sílaba como si eso le diera peso.
—Abogado —lo interrumpí con sorna—, su presentación es errada… su representado no lleva el apellido Del Valle.
El rostro de Ortega titubeó, pero la respuesta llegó de inmediato, cargada de veneno:
—Aún no… ¿Ramiro? Pero pronto llevaré el apellido Del Valle. ¡Hermano! —escupió Iván, con una voz tan desafiante que a mi madre se le heló el gesto.
Solté una carcajada seca, apenas un gruñido disfrazado.
—¿Cuánto quieres para regresar por donde viniste? —espeté con frialdad—. Dame una cifra y ahora mismo la tendrás en tu cuenta bancaria.
Él se inclinó hacia la mesa, sus puños apretados sobre la madera pulida.
—No, Ramiro. No me comprarás con unos cuantos billetes. Quiero ser parte de la empresa, tener a cargo una gerencia y un salario acorde… De lo contrario, voy a ir a los noticieros hablando de la aventura que tuvo Eduardo Del Valle con mi madre. O más bien, destrozando su imagen de hombre de familia. ¿Y qué crees que pasará? Se dará por terminada la licitación que tienes con el gobierno, caerán las cifras del Holding Del Valle y no olvides las exportaciones a Egipto. Además, el diputado Cuesta no seguirá apoyando tu proyecto de ampliar las minas en Cataluña…
Los abogados de Juliana se removieron incómodos, como si ya calcularan pérdidas en millones. Mi madre bajó la vista, vencida. El silencio era tan pesado que hasta el inútil de Andrés decidió romperlo, alzando la voz con desgano:
—¿Y ahora qué sucede?
Lo fulminé con la mirada, pero aun así le solté la daga:
—Los mayores hablan.
Andrés apretó la mandíbula, pero no respondió.
Entonces me incorporé lentamente, y clavé mis ojos en Iván.
—¡Siéntate, cabrón! —tronó mi voz—. Esperemos a mi sobrina para definir cómo queda reestructurada la planta ejecutiva.
Lo cierto es que la rabia me carcome cada maldito poro de la piel mientras camino como bestia enjaulada entre las cuatro paredes de la oficina. Entonces la voz de Andrés resuena como un zumbido molesto, apagado, sin fuerza, como si hablara solo por cumplir.
—Deja de lamentarte por haber perdido la presidencia. Mira las ventajas.
Me giro hacia él con los ojos encendidos, y me basta un segundo para leer en su cara esa calma estúpida que me crispa los nervios.
—¿Qué ventajas ni qué m****a, Andrés? —escupo con rabia—. ¿Cómo voy a estar feliz de que Camila, esa mocosa inexperta, sea la presidenta del Holding Del Valle? ¿Acaso no ves la humillación que estoy sufriendo?
Él se encoge de hombros.
—Lo que veo es una oportunidad —murmura—. Una oportunidad para deshacernos de Iván Negrete. Y nuestra sobrina… —continúa dejando escapar una media sonrisa cansada— …nos puede ayudar. ¿Ahora tengo tu atención?
¿Será posible que tenga un plan, Andrés? ¿o solo quiere hacerme perder el tiempo?