El mismo día
Málaga
Iván
Algunos hombres cazan, otros ni saben lo que quieren hasta tenerlo enfrente, y unos pocos se topan con una noche que lo cambia todo. Yo no estaba preparado. Creí que acabaría en un instante perfecto… hasta que ella, con la piel aun temblando bajo la mía, me miró fijo y preguntó: ¿tienes más preservativos?
Mi gesto se endureció al instante. Tragué saliva y hablé.
—No estoy seguro… —murmuré, bajando la voz con un dejo de incomodidad—. Reviso en mi billetera, y si no… dame cinco minutos, voy a recepción.
—¿A la recepción? —alzando las cejas, incrédula.
Yo aparté la mirada, rascándome la nuca, intentando disimular la vergüenza.
—Si hay una máquina expendedora… quédate aquí, ya vuelvo.
Ella rió, pero fue una risa seca, nerviosa.
—¿Es en serio? ¿No tienes más preservativos?
—Usa el jacuzzi mientras me esperas —le dije, forzando una sonrisa.
No había tiempo para quedar bien. Me levanté de golpe, casi tropezando al ponerme el pantalón. Me subí el cierre de camino a la puerta, el corazón desbocado. Crucé el pasillo del hotel descalzo, con el cabello revuelto y el pecho aún húmedo de sudor. En recepción, conseguí una tira de preservativos y regresé casi corriendo, con la respiración entrecortada y un nudo en el estómago.
Cuando volví a la habitación, ella me esperaba envuelta en una toalla, recostada con la impaciencia brillándole en la mirada. Y sí… la segunda vez fue aún más intensa. El sexo ardió como gasolina en un incendio, cada movimiento era más salvaje, más urgente, como si nuestros cuerpos ya se conocieran de toda la vida. Sus gemidos, sus uñas, su piel contra la mía… todo quedó grabado en mí.
Pero al amanecer, la escena cambió.
La vi de pie, recogiendo su ropa a toda prisa, el cabello aún mojado cayéndole en desorden por los hombros.
—¿Te marchas? —pregunté con voz pastosa, frotándome los ojos.
—No puedo quedarme, tengo un compromiso impostergable —respondió sin mirarme, metiendo las manos temblorosas en la blusa mientras se abrochaba.
Me incorporé en la cama, con un dejo de urgencia en la voz.
—Dame tu número o tu dirección, quiero verte de nuevo.
Se detuvo apenas un segundo.
—No lo haré. No busco compromisos con nadie… y lo mejor para evitarnos tentaciones es el anonimato.
—No soy un mal tipo, conóceme… —insistí, con la mirada fija en ella.
Finalmente lo hizo. Me clavó una última mirada cargada de contradicción.
—Ya lo hice… adiós.
Quedé en silencio, sintiendo que esa mujer acababa de robarme algo más que una noche.
A todo esto, Lucas me esperaba ansioso para la maldita reunión con la familia Del Valle. Lo notaba en su forma de caminar, en la manera en que apretaba la mandíbula como si masticara su propia rabia. Pero lo peor fue cuando llegamos al lobby de la empresa: estaba tenso, inquieto, los dedos tamborileando contra su pierna, los ojos fijos en las puertas de ascensor como si fueran la antesala del infierno. Parecía una granada a punto de estallar.
—Lucas, estás demasiado intenso —murmuré—. Si fuiste cuidadoso haciendo tu trabajo, no tienes de qué preocuparte.
Él soltó una risa seca, cargada de nerviosismo.
—Claro que lo hice, si no, la familia Del Valle ni hubiera accedido a la reunión… —me clavó una mirada fría, casi acusadora—. Lo hacen porque para ellos eres el hijo bastardo de Eduardo Del Valle y eso los deja en tus manos.
Fruncí el ceño.
—Tal vez solo quiera negociar el cabrón de Ramiro, presionado por la vieja Beatriz —escupí con desprecio—. Esa mujer vive para defender la imagen de su familia.
Lucas bajó la voz.
—Puede ser…y por el menor de los Del Valle ni te preocupes. Andrés es un cero a la izquierda, no toma decisiones ni le interesa nada relacionado con el legado familiar.
—Pero igual no querrá a un bastardo en la familia —dije con un tono helado—. Y se convertirá en mi enemigo.
Lucas se encogió de hombros.
—O, con suerte, en un aliado útil. Depende de cómo te muevas dentro de la empresa.
El ascensor se abrió, revelando el pasillo que conducía al piso de la presidencia. Lucas me detuvo con un gesto.
—Iván… si quieres detener tu venganza, ahora es el momento. Después no habrá manera de retractarte.
Mi voz salió firme.
—Lo sé. Y estoy listo para hacer justicia, para vengarme por lo que le hicieron a mi madre. ¿Vamos?
Aunque nada me preparo para el escenario que vendría. No fue el desplante del cabrón de Ramiro, ni la mirada gélida de la vieja Beatriz, tampoco el silencio inútil de Andrés. Fue otra cosa. Fue alguien.
La puerta de la sala de juntas se abrió revelando una silueta que me cortó el aire. Ella. La mujer que había estado en mis brazos hacía unas horas, jadeando, hundiendo sus uñas en mi espalda. Pero no era cualquier ejecutiva, era una Del Valle, nada menos que Camila Mendoza, la nieta del viejo Eduardo, la hija de Sofía.
Me quedé paralizado. El cuerpo rígido, la mente hecha un caos, reclamándome: ¿por qué justo tenía que ser ella una de mis enemigas? Aun así, aparentaba serenidad, aunque no estaba ni un segundo atento al puto testamento. Mis ojos estaban clavados en Camila, intentando descifrar qué pasaba por su cabeza. Tal vez para ella había sido solo un amante más de turno, o en el peor de los casos ya me estaría odiando.
Y aquí estoy como un imbécil en la recepción escuchando que da algunas instrucciones a la secretaria, hasta que finalmente sus ojos se clavan en mí.
—Señor Negrete, ya di la orden para que le habiliten una oficina —dice, clara, firme—. Luego un asesor lo pondrá al corriente de sus funciones.
Trago saliva. Miro directo a sus ojos.
—No es necesario, Camila… tanta formalidad —digo despacio. Hago una pausa, bajo la voz hasta un susurro—. Nos conocemos… y muy bien. ¿Quieres que te lo recuerde?
Ella me fulmina con la mirada. Su mandíbula se tensa.
—Olvida lo que sucedió entre nosotros… ¡Tío Iván!
El golpe me sacude, pero no me achico. Clavo mi voz en ella, grave, sin apartarle la vista.
—¿Tú puedes hacerlo? ¿Puedes mirarme a los ojos y tratarme como tu tío?
Solo obtengo un silencio denso que me deja sumergido en un mar de incertidumbre.