Al día siguiente
Málaga
Camila
Desde que tenía memoria, la casa de los Del Valle siempre me había resultado asfixiante. Cada sala, cada retrato, cada alfombra perfumada con el aroma de la opulencia, me recordaba que pertenecía a un linaje que imponía respeto y miedo. Mi abuelo Eduardo repetía una y otra vez su lema: “Ser una Del Valle no es solo portar el apellido, es llevar la responsabilidad de estar en la cima. Si no llegas allí, no llevas mi sangre.”
De niña no entendía por qué insistía tanto, pero con los años aprendí que el apellido de mi madre era una llave que abría puertas, cerraba bocas y dictaba destinos. Bastaba pronunciarlo para que el mundo se inclinara ante ti.Pero tuve suerte. Después de la muerte de mi madre, escapé. Londres me salvó: la distancia me dio aire, libertad y anonimato. Planeaba no volver jamás, porque España era la prisión de expectativas, de obligaciones que no pedí.
Sin embargo, la muerte de mi abuelo Eduardo cambió todo. Volví solo para la lectura del testamento… o eso creía. Apenas crucé el umbral de la casa, la atmósfera me golpeó:
—Hija, me alegra verte —dijo mi padre, con una sonrisa que no alcanzaba a cubrir su preocupación, abrazándome con fuerza mientras tomaba mi maleta—. Déjame ayudarte con el equipaje.
—No pareces muy feliz con mi llegada —arque una ceja, mientras dejaba la maleta a un lado.
—Ramiro no ha dicho nada concreto —dijo, con los brazos cruzados— pero parece que hay problemas con la herencia de tu abuelo.
—Me importa una m****a lo que suceda con esa herencia y con las empresas… y no sigas hablando de él. Sabes que no soporto al imbécil de mi tío.
—Hija… quieras o no, eres una Del Valle —susurró con gravedad—. Y tendrás que estar presente en la junta con los accionistas.
Mi mandíbula se tensó y la sangre me hervía en las venas. Cada palabra era un recordatorio de que no podía escapar tan fácilmente; aunque quisiera, la sombra de mi familia me seguía pisando los talones.
Y conociendo a mi padre, estaba segura de que ya había comunicado a mi abuela Beatriz y al resto de la familia sobre mi llegada. El solo pensamiento de enfrentar otra noche interminable hablando de negocios me irritaba hasta la médula. No podía quedarme atrapada en esa rutina, no después de tantos años buscando independencia y aire fresco. Sin pensarlo demasiado, marqué un par de números, y en cuestión de minutos había organizado una salida improvisada con Fátima, una válvula de escape que prometía risas y un poco de libertad.
Terminamos en un bar oscuro, con luces tenues y música que fluía como un hilo constante de fondo. La idea era simple: tomar un par de tragos y después regresar a casa, un respiro entre tanta obligación familiar. Me dejé llevar por la sensación de anonimato, el pequeño lujo de desaparecer de la mirada expectante de mi familia, aunque solo fuera por unas horas.
Fue entonces cuando lo vi. Tropecé ligeramente y mi bebida se inclinó, derramando un poco sobre la barra. Levanté la vista y allí estaba él: un hombre alto, cabello castaño, ojos marrones profundos, barba bien afeitada, piel clara y un físico atlético que irradiaba seguridad y presencia. Cada detalle hacía que el corazón me latiera más rápido, como si mi cuerpo lo reconociera antes que mi mente. Ni siquiera intenté resistirme cuando, con una sonrisa segura y casi arrogante, me ofreció invitarme unos tragos.
No podía dejar sola a Fátima, así que me aparté unos pasos, intentando escapar de la intensidad de su mirada. Pero apenas me vio moverse hacia la mesa, ella se levantó de inmediato, cruzando los brazos con firmeza.
—¿Qué haces, Camila? —reclamó, la voz cargada de reproche—. Regresa con el galán, por mí no te preocupes.
—No te voy a dejar sola por culpa de un desconocido —respondí, intentando sonar firme, aunque una parte de mí se resistía a apartarme de él.
—Déjate de ridiculeces —intervino con una sonrisa pícara—. Aprovecha la noche y date un buen revolcón con el galán.
—¡No! —protesté, sintiendo cómo un calor intenso se extendía por mi pecho—. No tengo sexo con desconocidos…
Ella arqueó una ceja, ladeó la cabeza y me lanzó una mirada de complicidad que me desarmó.
—Pronto dejará de serlo cuando estés comiéndotelo a besos —dijo, su voz un susurro cargado de certeza—. No me agradezcas nada. Ahora vete.
Sentí un temblor recorrer mi cuerpo mientras mis ojos buscaban de nuevo los suyos en la barra. Era imposible no notar cómo su presencia llenaba todo el espacio, cómo su mirada parecía leer cada pensamiento mío, y cómo cada pequeño gesto suyo aceleraba mi respiración.
Al final, tuve una noche… una madrugada completamente distinta en los brazos del galán. Lo malo fue que me quedé dormida y tuve que escapar literalmente del hotel para correr a la casa y cambiarme de atuendo para la maldita junta en la Holding Del Valle. Cada paso aún me recordaba la cercanía de su cuerpo, el calor de sus labios y el roce de sus manos. Un cosquilleo persistente recorría mi espalda, mezclando deseo con una sensación de vértigo.
Ahora, estoy en el ascensor, mis ojos no dejan de seguir el tablero de pisos. Cada segundo parece eterno. Apenas suena la campana en el piso de presidencia, salgo disparada. Mis tacones golpean el mármol con fuerza, resonando entre los saludos de los empleados que me observan. Intento recomponerme, aunque la noche anterior y lo que está por venir me hacen sentir mareada.
—Señorita Mendoza, la esperan en la sala de juntas. Ya todos están reunidos —me informa Olga, inclinando la cabeza con respeto.
—Gracias, Olga —respondo, empujando la puerta y respirando hondo para mantener la compostura.
Avanzo por el pasillo, empujo la puerta. A un lado, los ejecutivos revisan documentos y toman notas; al otro, algunos familiares ajustan corbatas o fingen conversación.
—Buenos días, perdón el retraso. Tuve un problema… con el auto —digo, intentando sonar calmada.
Y entonces lo veo. Ahí está él. Luciendo traje y corbata, impecable, elegante, y con esa presencia que me había dejado sin aliento en el bar. Mi corazón da un vuelco. Mis ojos se fijan en él, cada detalle me trae recuerdos de la madrugada: la risa, el calor de sus labios, la fuerza de sus brazos. Un estremecimiento recorre mi espalda, mezcla de excitación y desconcierto. No puedo apartar la vista.
—No hace falta, querida, que te disculpes. Bienvenida —dice mi abuela Beatriz, con una sonrisa cálida y un abrazo en la mejilla. Intento recomponerme, pero mi mirada sigue fija en él, y siento cómo un nudo se forma en mi estómago.
Entonces Ramiro toma la palabra con su tono firme y autoritario:
—Camila, ya que llegas tarde, te pondré al corriente de lo que discutimos. Iván Del Valle, aquí presente, es el hijo ilegítimo de mi padre; en otras palabras, tienes otro tío. Y desde ahora nos ayudará en las empresas. ¿Alguna duda?
Mi cuerpo se queda rígido. El aire se vuelve denso, y por un segundo, la sala entera parece desvanecerse. Mis ojos se abren como platos, el corazón me late a mil por hora, y una sensación de incredulidad me golpea como un puño: el hombre con el que pasé la noche… es mi tío. Esto debe ser una broma cruel del destino.