La calma no llegó de golpe, pero llegó. Después del beso que me dejó sin aliento, después de toda la tormenta de palabras arrojadas como cuchillos, lo increíble fue que pudimos respirar. Que no nos destrocemos más. Que, en silencio, dejamos que la tensión se apaciguara como una marea que retrocede.
Yo me refugié de nuevo en mis cuadros, necesitando el olor del óleo para recuperar el eje, y él, aunque permaneció un tiempo en la habitación, no dijo más. Se limitó a observarme desde cerca, a dejarme ser. Y yo, agradecida, aproveché ese espacio para poner orden en mi cabeza y en mis lienzos.
Pasé horas moviendo marcos, revisando bocetos, pensando cuáles eran lo suficientemente fuertes para llevarlos a la cita en la galería. El tiempo se me escapó como arena, pero al final, esa concentración fue el hilo que me sostuvo. La rabia se diluyó, los celos se escondieron en alguna esquina, y la calma se disfrazó de cansancio.
Cuando, ya de madrugada, por fin, me metí en la cama, Alexander ya estab