POV ALEXANDER.
Nunca imaginé que un día estaría conduciendo mi Range Rover rumbo al Yankee Stadium con George, el padre de Nicole, sentado en el asiento del copiloto. El tráfico de la tarde neoyorquina parece más soportable de lo habitual, quizás porque mi mente está demasiado ocupada para fijarse en los semáforos eternos o en el claxon impaciente de los taxis. Tengo la radio encendida, pero ni siquiera presto atención al locutor que habla de las probabilidades del partido contra los Astros.
George va en silencio, mirando por la ventana, con una gorra y una camisa de los Yankees que le dan un aire casi infantil. Como si llevara años esperando ese momento y, por fin, se le hubiera concedido. Ese detalle me saca una sonrisa porque ha sido una de esas ideas espontáneas que no se piensan mucho. Solo llamé a mis amigos —Dominik, Alan y Richard— para proponerles ver el partido, y casi sin darme cuenta días después terminé añadiendo al padre de Nicole. Nadie lo esperaba, yo tampoco, pero aho