Me diagnosticaron lupus eritematoso sistémico, ya en una etapa avanzada. El médico no dejó lugar a dudas: me quedaban tres días de vida. Después de colgarme una vez más —como ya lo había hecho cientos de veces—, entendí que no tenía sentido seguir esperando. Tomé el informe médico y fui directo al servicio funerario social. —Hola... Quisiera arreglar algunos asuntos antes de irme —dije con voz serena. Diez minutos después, llegaron ellos. Antes de que pudiera abrir la boca, mi esposo —abogado, impecable y frío como siempre— me soltó una bofetada sin inmutarse. —¿Inventaste una enfermedad terminal solo para quitarle atención a mi hermana? Mi hermano, médico de profesión, me arrebató el informe, lo hojeó sin cuidado y soltó una risa seca: —¿Lupus? Por favor... Ni siquiera eso supiste fingir. Es una enfermedad rarísima. Aguantando el dolor, volví al mostrador, tomé los papeles y se los entregué con calma. La mujer que me atendió notó las manchas en forma de mariposa en mis muñecas. Sus ojos se suavizaron al instante. —Ya no tengo familia —le dije, en voz baja pero firme—. Solo quiero dejar todo en orden. Que me entierren donde sea... Lo único que pido es que mi muerte no le pese a nadie.
Leer másNi siquiera la dejó terminar.Fuera de sí, Manuel agarró el cinturón y, sin pensarlo dos veces, lo descargó contra ella con toda la rabia acumulada. El golpe seco retumbó en toda la casa.La marca apareció al instante en el rostro de Beatriz.Su cuerpo temblaba, los labios se le pusieron blancos, pero los ojos seguían ardiendo de ira. En ese momento lo entendió: ya no podía esconderse detrás del papel de niña indefensa, ya no tenía refugio. Se había quedado sin salidas.Se quedó quieta, sin decir palabra, buscando aferrarse a ellos como antes... pero esta vez, nadie le devolvió la mirada.Manuel no se detuvo. Golpeaba con toda la rabia y el dolor, una y otra vez, sin pensar ni medir.Esa noche, la mansión de los Ramos estuvo llena de gritos, crujidos y silencios cómplices. Nadie supo cuántas veces la azotó.La castigaron como antes me castigaron a mí.La encerraron en el cuarto más oscuro de la casa, sin comida, sin agua, sin celular. Le repitieron, una por una, las mismas "disciplin
Manuel no pensaba contestar, pero algo dentro de él —ese tipo de impulso que no se explica— lo llevó a presionar el botón y poner el altavoz.—Buenas tardes, señorita. Queríamos saber si todavía está interesada en la parcela del cementerio que visitó. Con solo el cinco por ciento del monto podemos seguir reservándola para usted...—¿Señorita? ¿Hola?En cuanto escuchó la palabra cementerio, Manuel sintió un golpe seco en el pecho.La voz le tembló cuando habló:—Entonces... no lo escuché mal aquel día. Cuando fue al servicio funerario social, ya estaba decidiendo dónde quería que la enterraran.Gustavo no se movió, los labios sin color. Alcanzó a murmurar apenas, con la voz apagada.—Sí... estaba arreglando todo, pero no compró la parcela. No le alcanzaba la plata.Y ahí se vino abajo. Lloró como si se le rompiera el alma en mil pedazos.Gustavo le arrancó el celular de las manos a Manuel y gritó desesperado:—¡Sí, la quiero! ¡Resérvenla ya mismo!—Le fallamos tanto... Esto, al menos, e
Cuando vieron a Rita en la puerta, ella no mostró ninguna sorpresa. Ni siquiera levantó la vista.—¿Está aquí Lisa? —preguntó Manuel, con la voz cortada—. Soy su esposo. Necesitamos hablar con ella.Gustavo, en cambio, no pudo contenerse. La alcanzó en dos pasos y la sujetó del cuello de la blusa.—¿Dónde está mi hermana? ¡Devuélveme a mi hermana!Manuel lo apartó con fuerza, apurado. Rita no dijo una palabra, simplemente echó a andar por un pasillo largo y frío. Ellos la siguieron sin hablar, con el corazón en la garganta.Pasaron por varias puertas metálicas. Cada vez que se abría una, el aire se volvía más denso, más helado. El silencio parecía crecer en los márgenes. Hasta que, finalmente, se detuvieron frente a una última puerta.La cámara frigorífica. Rita la abrió sin apuro. Y ahí la vieron.Un cuerpo cubierto con una sábana blanca yacía sobre una camilla, sin movimiento, sin sonido.Gustavo se quedó clavado en el sitio. El rostro se le desfiguró en cuestión de segundos.—¿Qué
Manuel parecía tener cierta insistencia con que Beatriz comiera pastel.Su tono era suave, casi cariñoso, pero tenía esa firmeza que no dejaba espacio para negarse.—Beatriz, solo un poco. No pasa nada. Y si te sientes mal, Gustavo y yo te llevamos al hospital enseguida.Por un momento, la sonrisa de Beatriz pareció forzada.Pero para no mostrar duda, puso su típica carita de niña buena.Agarró una cucharita y empezó a probar, una por una, todas las porciones de pastel que había sobre la mesa, como si estuviera cumpliendo con algo que no le quedaba de otra.Cuando terminó, se llevó la mano al estómago y murmuró:—Me siento un poco rara... voy a descansar.Se dio la vuelta y subió las escaleras con paso lento.Yo la seguí, casi flotando detrás de ella.Apenas cerró la puerta de su habitación, cambió por completo.Se puso a revolver los cajones, abrió la maleta, sacó ropa, lo desordenó todo con desesperación.Entonces, se oyó el clic de la puerta.—Beatriz, ¿qué estás buscando?Los ojos
En la universidad, Manuel y Gustavo dejaron de darme dinero. Le creyeron a Beatriz cuando les dijo que yo gastaba todo en drogas.Pasé años comiendo solo cuando podía, saltándome comidas día por medio.Para no desmayarme en clase, me metí a trabajar en la cafetería del campus en mis ratos libres, solo para conseguir un plato caliente.Rita, una de las cocineras, siempre me cuidó.Cuando nadie miraba, me servía un poco más de carne, como quien sabía que esa era la única comida del día.Tenía una hija que era solo un año menor que yo. Se quitó la vida después de sufrir acoso en la escuela.Rita se fue del campus poco después, con una indemnización simbólica y el alma rota.Años después, recordé la dirección que me había dado una vez, y la busqué.Cuando abrió la puerta de su casita en las afueras, le hablé bajito, casi sin voz:—Rita... cuando me muera, ¿me ayudas a llamar al crematorio?Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante.Sacó una base de maquillaje, un labial suave y hasta un
Apenas crucé la reja de la casa, Gustavo me alcanzó.Sacó unos billetes arrugados del bolsillo y me los extendió.—Trescientos. No es mucho, pero te alcanza para sobrevivir unos días. Ya cuando se te pase el berrinche, vuelves con la cabeza baja, pides perdón y todo vuelve a la normalidad.Ese dinero... para Beatriz no alcanzaría ni para el brunch que pide cada fin de semana.Justo en ese momento, ella también se acercó. Le quitó los billetes a Gustavo con una sonrisa tranquila, casi dulce.—Ay, Lisa... somos familia. No exageres. Solo se alteraron un poco, ya sabes cómo son. ¿De verdad piensas que te echarían así, sin pensarlo? Cuando te dé hambre y no tengas ni dónde caerte muerta... vas a volver solita. Ya lo vas a entender.Al escucharla, Gustavo no dijo una palabra más. Solo bajó la mirada y guardó el dinero en silencio.Entonces me fui. Con el cuerpo molido y el alma hecha pedazos, caminé sin rumbo, calle tras calle, atravesando toda la zona residencial.Con lo poco que me quedab
Último capítulo