El rostro de Beatriz se puso pálido al instante. Casi por reflejo, se arrodilló frente a mí con una voz cargada de súplica:
—Perdón, Lisa... te juro que ni me acordaba. No te enojes, ¿sí? Si quieres, elijo otro sabor.
Tenía tan mecanizado eso de hacerse la víctima que lo único que me generaba era una mezcla de risa y asco.
La primera vez que le hice un pastel de crema de maní, de verdad no sabía que era alérgica.
Ella lo había dicho así, al pasar: "Se me antoja uno de crema de maní."
Y yo, queriendo caerle bien, lo intenté una y otra vez hasta que me salió un pastel decente. Me quemé las manos en el proceso.
Al final, le dio una reacción alérgica tan fuerte que casi terminó en urgencias.
Pero apenas despertó, se le fue directo al pecho a Manuel, llorando como si le hubieran hecho daño, y "defendiéndome":
—Fue un detallito de Lisa, nada más... ella dijo que era solo un pedacito, que no iba a pasar nada. Yo fui la que no se pudo resistir, no fue su culpa.
Y yo... parada junto a la cama, aguantando las miradas llenas de reproche de Manuel y Gustavo, solo pude decir en voz baja:
—Yo no sabía que eras alérgica... nunca me lo dijiste.
¿Y qué recibí a cambio?
Una patada de Manuel directo al estómago.
—¡Deja de hacerte la tonta! Lo que pasa es que no aguantas ver que Gustavo y yo estamos más al pendiente de ella que de ti.
La patada me estrelló contra la esquina de la pared. El golpe me dejó tirada en el suelo, sin poder moverme del dolor.
Desde ese día, pasé tres días encerrada, sin comida, sin agua, sin poder salir de la habitación.
Cuando por fin abrieron la puerta, ya no podía más. Estaba al borde del colapso.
Pensando en todo eso, respondí con frialdad:
—No puedo hacerte ese pastel. Si lo quieres, cómpralo tú.
Pero Beatriz seguía ahí, aferrada a mí:
—Está bien, no lo quiero... pero ya no te enojes, Lisa. Por favor.
Sus ojos brillaban con algo más que lágrimas.
Sus uñas seguían clavándose cada vez más fuerte en mi brazo, como si no quisiera soltarme.
Cuando el dolor se volvió insoportable, me zafé de un tirón.
Ella apenas y soltó mi brazo cuando ya estaba dejándose caer al suelo.
El ambiente se puso tenso de inmediato.
Gustavo corrió a levantarla, revisándole el brazo con desesperación.
Beatriz lloraba en voz baja, cubriéndose el codo:
—Me duele mucho, Gustavo...
Manuel le subió la manga para ver la supuesta herida, le frotó la piel, y sin pensarlo dos veces, me gritó:
—¡¿Estás loca o qué?!
Y sin más, me soltó una cachetada con toda su fuerza.
—¡Ya basta! ¡Te estás pasando! Hoy no cenas. Lárgate a tu cuarto y piensa bien lo que hiciste.
Sentí cómo me tembló la mandíbula. La cachetada me dejó zumbando los oídos.
Gustavo vio la sangre en la comisura de mi boca y por un instante pareció dudar.
Pero Beatriz rompió a llorar más fuerte, y él enseguida se volteó para consolarla.
Yo me limpié la sangre del labio en silencio y me fui a mi habitación.
No para reflexionar, sino para sacar la maleta que ya tenía lista desde hacía días.
Cuando salí con la maleta en la mano, el ambiente en la sala se congeló.
Y enseguida, vinieron las burlas, sin filtro.
—Vaya... ¿ahora sí aprendiste a irte de la casa? Lisa, ya no eres una niña. ¿Cuándo vas a madurar? Si te vas hoy, ni se te ocurra volver.
Ese tipo de amenazas ya no me tocaban. Esa casa nunca fue mi hogar.
No respondí ni los miré. Solo caminé hacia la puerta.
Manuel, fuera de sí, agarró un florero de la mesa y me lo lanzó.
El florero estalló a mis pies. Un pedazo de vidrio se me clavó en el tobillo.
—¡Perfecto! ¡Lárgate! Pero acuérdate de esto: si algún día regresas arrastrándote, ni sueñes que te vamos a abrir la puerta.